Ni las bicicletas tienen ideología, ni los cuatro Lamborghini descubiertos por Pedro Sánchez son uno de los problemas que más preocupen a los ciudadanos españoles en este arranque de temporada. Tampoco me parece que la pelea por la audiencia entre dos programas de televisión – La Revuelta (TVE) y El Hormiguero (Antena 3) – sea la escenificación lógica del retorno de las dos Españas. Una visualización inevitable de la crispación y el enfrentamiento en el que estamos.
Sin embargo, ocupan tertulias y debates. Sirven para entretener al personal. Encabezan las portadas de los periódicos y los informativos de televisión y radio. Alimentan, en definitiva, la distracción sobre lo superficial y desvían la mirada de lo que realmente se esconde debajo. De la ausencia de soluciones para afrontar asuntos mucho más urgentes e importantes.
El transporte público es muy recomendable, no cabe duda, pero cuando el servicio funciona adecuadamente y se adapta a las necesidades del usuario. No cuando las averías impiden llegar a tiempo al trabajo. Si te dejan en tierra, difícilmente los usuarios de trenes de cercanías y media distancia - como muy bien sabe el ministro del ramo – podrán dejar aparcado el Lambo. Por mucho que Óscar Puente presuma del incremento de viajeros en las estaciones de ferrocarril y por mucho que le eche la culpa de todas las incidencias y retrasos a José María Aznar y Mariano Rajoy, estamos como estamos.
El inicio de curso, una vez más, viene marcado por las improvisaciones y las ocurrencias. Ante la imposibilidad de sacar adelante reformas de calado, ante la dificultad de pactar acuerdos en política exterior o inmigración, y con la necesidad imperiosa de tener que complacer a sus socios catalanes y vascos en todo aquello que le demanden, el ejército de asesores y expertos en propaganda política de Sánchez se ve obligado a ponerle sobre el papel propuestas y anuncios que a nada comprometen, pero que sí tienen la polémica asegurada.
El ruido no deja escuchar los lamentos de la calle. Las propuestas y anuncios son pura demagogia. Como las cuatrocientas mil viviendas que figuraban en el programa. Pero, eso sí, todos los esfuerzos son pocos para poner en valor – «poner en valor» no dice nada, pero queda bien – los grandes avances sociales que lidera este gobierno progresista, frente a la amenaza involucionista y retrógrada de la derecha. Si rascas un poco, debajo no hay nada, pero concentran el debate y la atención, mientras se alarga el sufrimiento y se gana tiempo para seguir gobernando.
Recurrir a las bicicletas como alternativa a los vehículos de alta gama, aconsejar el transporte público cuando muchos núcleos rurales viven aislados o pretender que los usuarios de los trenes se acostumbren a sufrir continuos retrasos por averías, me parece una tomadura de pelo. Un despropósito. Una forma de disimular que es imposible gestionar un país sin el suficiente respaldo parlamentario. Y, menos todavía, teniendo que hacer frente a los peajes impuestos por unos socios que sólo piensan en poner el cazo.
El presidente sabe que para no caerte de la bici – salvo en las cuestas abajo – no hay que dejar de dar pedales. O coger el Falcon. Su pedaleo es cada vez más cansino y desacompasado, pero él sigue adelante. A piñón fijo, rodeado de fango y despreciando al adversario.
Como me decía hace algún tiempo – y en serio – Leo Harlem, mientras tomábamos un café en el Círculo de Bellas Artes: «vamos al puto desastre»