Fue una de las grandes figuras de la España del siglo XVIII, con proyección a ambos lados del Atlántico. Y para Toledo y la actual Castilla-La Mancha, uno de los más notables personajes de su historia, alguien que ha dejado huella en el arte, en la cultura, en el patrimonio. Don Francisco Antonio de Lorenzana, cardenal arzobispo de Toledo, uno de los mejores exponentes de la Ilustración española, el cardenal ilustrado español por antonomasia. Hoy celebramos el tercer centenario de su nacimiento, que, unido al doscientos cincuenta aniversario de su nombramiento como arzobispo de Toledo, deberían haber hecho de este 2022 un auténtico Año Lorenzana, con el recuerdo y la conmemoración que se merece una figura de tal categoría. No ha sido posible, pero, al menos, con estas breves líneas, me gustaría honrar su memoria e invitar al conocimiento de una figura que, paradójicamente, permanece aún poco estudiada en su conjunto, demandando mayores investigaciones que la analizasen en profundidad.
Nuestro prelado nació en León un 22 de septiembre de 1722, recibiendo en el bautismo los nombres de Francisco Antonio José. Realizó sus estudios primero con los jesuitas de León y más tarde en las Universidades de Valladolid, Burgo de Osma y Salamanca. Canónigo de la catedral de Sigüenza, fue ordenado presbítero en 1751, pasando más tarde a la de Toledo en 1754, iniciando así una larga y fecunda relación con la archidiócesis primada, que en aquellos tiempos se extendía por casi toda Castilla-La Mancha, Madrid, enclaves en Extremadura (considerados por entonces parte del reino de Toledo), Jaén, Granada y la plaza de Orán, en el norte de África. Lorenzana lograría más adelante la dignidad de abad de San Vicente de la Sierra y deán de la catedral. En 1765 fue nombrado obispo de Plasencia y en 1766 se le trasladó a la sede arzobispal de México, una de las ciudades más importantes de toda la Monarquía, capital del amplio y rico virreinato de la Nueva España. En este arzobispado, Lorenzana desarrolló una intensa labor, tanto pastoral como cultural, destacando la celebración del IV Concilio Provincial Mexicano, la publicación de gramáticas indígenas y libros sobre historia de México –anotó la Historia de la Nueva España, de Hernán Cortés-; entre otras actuaciones, construyó un hospital, un hospicio de pobres y una casa de niños expósitos, promoviendo, asimismo, el urbanismo, sin descuidar las tareas propiamente pastorales como la visita a la diócesis o la predicación a los sacerdotes.
El 27 de enero de 1772 –el otro centenario- fue nombrado arzobispo de Toledo, entrando en la ciudad imperial el 3 de octubre. En 1789 el papa Pío VI le crea cardenal y en 1794, inquisidor general. Los años que pasó en la sede primada, en línea con lo hecho en la Nueva España, desarrolló una actividad pastoral y cultural desbordante, enriqueciendo la Biblioteca Arzobispal que, en consonancia con las ideas ilustradas, abrió al público, permitiendo acceder a los riquísimos fondos que hoy en día constituyen el núcleo de la colección Borbón-Lorenzana de la Biblioteca Regional; promovió la edición de los textos de los Padres Toledanos y de otros autores de la antigüedad cristiana; reeditó el Breviario y el Misal mozárabe; promovió el estudio geográfico de su vasto arzobispado, dejando una interesantísima Descripción geográfica del mismo; hizo construir en Toledo el Hospital de Dementes, o del Nuncio, así como la nueva sede de la Universidad Toledana, dos soberbios ejemplos de arte neoclásico; creó, en Toledo, Ciudad Real y Alcázar de San Juan las Reales Casas de Caridad, para mejorar la situación de la población indigente. Se podría añadir un largo etcétera de iniciativas de toda índole, que se vieron interrumpidas cuando hubo de marchar al destierro a Roma –con la excusa oficial de consolar al papa, en una Italia ocupada por los ejércitos revolucionarios franceses-, enviado por Godoy y por Carlos IV. En la Ciudad Eterna el cardenal no se olvidó de su diócesis, comprando y enviando a Toledo preciosos fondos bibliográficos que enriquecieron la Biblioteca Capitular. Participó en el cónclave que eligió a Pío VII, siendo el candidato de España para ocupar la Sede de Pedro. Consciente de que no volvería a su archidiócesis, generosamente renunció a la misma en 1800, permitiendo así que su pupilo don Luis de Borbón le sucediera. El cardenal, tras trabajar en la Congregación de Propaganda Fide, falleció en Roma el 17 de abril de 1804. Sus restos, enterrados en la basílica de Santa Croce in Gerusalemme, fueron trasladados en 1956 a la catedral de Ciudad de México a instancias de su cabildo.
Baste esta breve descripción como homenaje, en el día de su nacimiento, a una figura excepcional, «opulento en el cargo y humilde y austero en su persona», merecedora de un mayor y mejor recuerdo, por su labor cultural, artística, caritativa y pastoral, que ha dejado un amplio y rico legado en nuestra ciudad y en nuestra comunidad autónoma, por lo que estimo que ambas deberían honrar su memoria como merece.