Son varios los testimonios del Greco, bien por boca de terceros, bien a través de sus propias anotaciones manuscritas, en los que se recoge una ambigua relación con Miguel Ángel Buonarroti, artista de quien manifestó que «no sabía pintar», «ni hacer cabellos, ni cosa que imitara carnes» por ser «falto e impedido de semejantes delicadezas».
Domenikos Theotokopoulos llegó a la Ciudad Eterna apenas seis años después de la muerte del gran maestro florentino y previsiblemente atraído por los potentes encargos que el vacío de su ausencia había dejado. Era un pintor de treinta años, que había aprendido (directa o indirectamente) de los grandes maestros venecianos y de su dominio del color y la emotividad. Probablemente fuera dueño de una personalidad arrogante y consciente de su talento, y quizás eso le granjease la enemistad de contemporáneos como Pirro Ligorio o el poeta Giambattista Marino, más joven que él, que no pudo conocerle y a pesar de ello consideraba sus obras «pittura goffa, di sciocco pittore», es decir, representaciones necias y realizadas por un loco pintor. Se han conservado también otros juicios negativos. Sea como fuere, si ha habido una supuesta enemistad de nuestro artista que haya atraído la mirada de los biógrafos de su época y de los historiadores de la nuestra, fue la que lo habría enfrentado con la sociedad romana por sus críticas a Miguel Ángel Buonarroti. ¿Qué hubo de verdad y qué de mentira en esta afirmación?
Durante muchos años se admitió sin reservas el enfrentamiento que de ambas personalidades había dado Giulio Mancini, médico del papa Urbano VIII, autor de unas Consideraciones sobre la pintura que serían escritas poco después de morir el Greco. Fue Mancini quien recogió la supuesta desafección que el pintor cretense mostraba por las pinturas del Juicio Final, representadas por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina y algunas de las cuales había ordenado cubrir el papa Pío V por indecorosas. Según Mancini, el Greco había manifestado «que, si se echase por tierra» la enorme pintura al fresco de Miguel Ángel, «él podría hacerla con honestidad y decencia y no inferior a ésta en buena ejecución pictórica». La arrogante afirmación le pasaría factura, pues, «indignados todos los pintores y los amantes de la pintura, le fue necesario marchar a España, donde, bajo el reinado de Felipe II, pintó muchas obras y de muy buen gusto».
En realidad, de haber sido cierta esta opinión no habría estado muy alejada de otras voces que, dentro de la propia Roma, se mostraban críticas con la pintura de Miguel Ángel por escapar a las restrictivas consideraciones de la Contrarreforma. Es posible, por otra parte, que la crítica del Greco apuntase más hacia los seguidores del pintor, los michelangiolastri, que hacia el propio Miguel Ángel. Estos eran, en palabras de Fernando Marías, «fariseos que imitaban al divino Buonarroti en la forma de llevar el sombrero y las botas más que en el arte», y de entre los cuales «ascendían los ignorantes y los indoctos artesanos mecánicos a expensas de los artistas cultos». ¿Criticó el Greco a Miguel Ángel? Sin duda lo hizo. Incluso al final de su vida, cuando el pintor Francisco Pacheco lo visitó en su taller, seguía sosteniendo que el genio florentino «no supo pintar». Sin embargo, las opiniones del cretense deben ser contextualizadas en plena pugna estética entre los pintores partidarios del color y los del dibujo, entre el modelo que imperaba en Venecia y el de Florencia-Roma. Tampoco fueron elogiosos los comentarios del Greco hacia el máximo partidario de esta tensión, Giorgio Vasari (1511-1574), a quien tildó de «ciego» y «necio» en las anotaciones que realizó sobre el texto más conocido de este otro florentino, las Vidas de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos.
Es probable que, para el Greco, Buonarroti no supiera pintar. Pero, sin embargo, el artista cretense le admiró como escultor por su «dominio de la figura humana», según Palma Martínez-Burgos. No en vano, Domenikos Theotokopoulos incluyó su semblanza -similar al retrato que le había hecho Jacopino delConte- entre las cuatro cabezas que ilustran una de las versiones de La expulsión de los mercaderes (Minneapolis Institute of Arts, Estados Unidos), la segunda por la izquierda, entre Tiziano y su amigo GiulioClovio. Si el joven de la derecha es un autorretrato meditando si inclinarse por el veneciano o por el florentino, como algunos especialistas han sugerido, es realmente un misterio.