Lo que ha llovido desde aquella gala de los Goya en la que actores y actrices levantaron la voz tras el anuncio del que fuera entonces presidente del Gobierno de apoyar una guerra surgida de la nada en la que lo único que nuestro país ganó fue que él mismo pasara a formar parte del trío calavera. Se ha llegado a bromear con las armas de destrucción masiva. Poquita broma fue. La poca vergüenza de oírle decir veintiún años después que él pensaba que sí las había… Cuidado, que aun los hay que se atreven a especular sobre el atentado del 11-M. Absoluto surrealismo.
En aquella gala se ganaron mi admiración todos los que se subieron a decir No a la guerra; días después, salimos a corroborar que no eran cuatro rojillos del mundo del espectáculo los que se oponían a tal tropelía, que éramos mayoría, incluso entre sus fieles. Por aquel entonces supe que habían tenido sus consecuencias, pero no imaginaba el punto hasta el que llegaron.
Era de esperar que en esta edición el pacifismo se colara y tuviera protagonismo. Me gustó Alba Flores aunque se le olvidó que, puestos a no celebrar por tiempos oscuros, la claridad solo llega a una parte del planeta, guerras no solo hay una, ni dos. Pero tocaba Gaza, lo entiendo. También estuvo presente el #Seacabó. Como brevísimo inciso, al hacer esa retrospectiva al 2003 he recordado, como hago muchas veces en muy diversos asuntos, que entonces el feminismo era ciencia ficción y cosa de muy muy pocas. Volviendo al tema, percibí comodidad entre el público respecto a nuestro #Metoo, sin embargo, si prestaron atención, compartirán conmigo que no fue tal el bienestar cuando la toledana Mabel Lozano se subió a recoger su cabezón y dio un repasito citando a Víctor Hugo. Hubo caras tensas, las que venimos a denominar de circunstancias. ¿Acaso había culpables entre el público? Apuesto a que sí.