El PP es el partido que más se parece a Galicia, del mismo modo que el PSOE es el que más se parece a Castilla-La Mancha, pero el PP gallego es diferente a Ayuso del mismo modo que el PSOE de CLM es diferente a Sánchez. En estos términos queda resumido el asunto, la ecuación y el meollo de la cuestión de esta comparación ocurrente. Los partidos absolutamente hegemónicos en ambas regiones tienen un sello peculiar vinculado a la identidad de un terreno con el que se mimetizan, resisten a las embestidas de los nuevos tiempos y a las novedades del momento, son maquinarias electorales de amplio espectro que captan votos de forma transversal de un lado a otro del abanico político. En el caso de Castilla-La Mancha, desde el voto izquierdista, más o menos radical, hasta un voto profundamente tradicional y conservador. En el caso de Galicia, desde el voto más españolista, que allí no consigue cazar Vox ni de lejos, hasta el galleguismo templado que repele los planteamientos del BNG. Galicia, como Castilla- La Mancha, resiste en su elección de siempre, ajena a las tormentas brutales que aquejan a la política española y mundial.
Lo de Galicia, en plena actualidad estos días, es un caso típico de huevo bien plantado, duradero y sostenible en el tiempo. La oposición, como en Castilla-La Mancha, solamente ha accedido al poder en una especie de paréntesis, aún más breve que el de Castilla-La Mancha. Lo demás ha sido todo el sobrevuelo continuado de la gaviota por aquellas tierras. Hay allí, sin embargo, un hecho diferencial, que no tenemos en Castilla-La Mancha, vinculado al confuso concepto de «nacionalidad», consagrado en la Constitución, y que cubre de forma clara las realidades gallega, catalana y vasca. Por aquello de que toda nación acaba reclamando su propio Estado, la tensión nacionalista allí es evidente, mucho más atenuada que en el País Vasco y Cataluña debido al predominio de un partido constitucional, pero está al acecho y llamando a la puerta. El BNG es claramente la segunda fuerza política, y, ojo, la fuerza más votada entre los menores de cuarenta y cinco años. Para los más pesimistas solamente es cuestión de tiempo que el nacionalismo gallego acceda al poder conformando con País Vasco y Cataluña una triada de tensión continua con el Estado y la Constitución que lo sustenta, y una clara aspiración de establecer con ese Estado una relación confederal revisable a voluntad de parte, lo que nos situaría ante un nuevo escenario político sin cabida en el sistema actual.
Lo que resulta chocante en este panorama es la actitud del PSOE en su versión gallega y la naturalidad con la que asume que su único destino posible allí es ser muleta o comparsa del nacionalismo en ascenso, sin ninguna pretensión hegemónica ni diferenciadora de un proyecto ajeno al suyo y que por su propia naturaleza es excluyente, por más que la amable líder del nacionalismo gallego de ahora, Ana Pontón, haya puesto en circulación ese concepto tan contradictorio y paradójico del «nacionalismo incluyente». Puro marketing político que le está sirviendo al BNG para ampliar su base y acercarse al poder. Mientras tanto, los socialistas gallegos a por uvas, y la portavoz nacional del PSOE, Esther Peña, castellana de Burgos, declarando en la noche electoral , tras un batacazo electoral sin precedentes, que «vamos a trabajar codo con codo con el BNG para ofrecerles a los gallegos otra alternativa». Estremecedor y dolorosa la orfandad que deben sentir los gallegos deseosos de otro tipo de proyecto progresista.
Con todo, la realidad sigue adelante con sus problemas. Uno de los más graves, que se ha tratado poco en una campaña en la que se ha hablado más de los asuntos generales de España que de los propios de Galicia, es la despoblación que afecta al interior. La provincias de Orense y Lugo han perdido casi cien mil habitantes en diez años. No hay relevo generacional. Las aldeas mueren. Lo jóvenes corren a buscarse la vida a la Galicia costera, conocida ya como "Galifornia". Politicamente, sin embargo, Galicia resiste y conforma, como Castilla-La Mancha, una especie de aldea gala ajena a los nuevos modos y maneras de la política, tanto que ni la galleguísima Yolanda Díaz ha conseguido comerse un colín en su propia tierra.