Esta nueva vida de Ciudad Real a donde me han llevado las relaciones laborales va dejándome situaciones sensacionales. Reencuentros, vuelta a los sitios de la infancia y la niñez, paseos por donde crecí, salidas con mis hijos explicándoles lo que yo hacía cuando tenía su edad… Eso sí, sin pasarse, que luego ya empiezan con que si hablo castellano antiguo y todas esas cosas que han sido capaces de inventar en su jerga… Sin embargo, el paso del tiempo no es en balde y por ello mismo, me ha supuesto un descubrimiento este retorno a mi ciudad, mi pasado, mi vida, mis amigos. El otro día pasando por San Pedro le explicaba a mi hijo Daniel cómo iba yo a pensar que volvería a cruzar con él los mismos sitios donde yo jugaba al balón de chico. Son cosas trepidantes, únicas, que me ha regalado la vida sin pretenderlo. No sé si estaré como los elefantes, a punto de morir y es por ello que vuelvo al origen. Pero lo cierto es que el alma me sacude cada día con un recuerdo nuevo, bello, prendido, ajado en el corazón. Como cantarían Alberto Cortez y Facundo Cabral, viendo pasos y caminos, distancia, qué cantidad de recuerdos.
El último fue tremendo y me ocurrió el pasado domingo, en el campo de golf de Ciudad Real. Con motivo del torneo que organiza Onda Cero, coincidí con una serie de amigos de otra época como Luis Navarrete, por ejemplo, que está cada vez más joven. Pero lo que verdaderamente me impresionó fue la vista de un hombre pequeño, bajito, vivaraz, que se sentó con otros a ver la Ryder que estaban emitiendo. Mi compañero Paco Burgos me advirtió que se trataba de Ruano, el primer oculista al que fue de niño con su madre. El corazón me dio un vuelco y fue como si toda la infancia de golpe, ahora sí, sin remisión, desnuda, en carne viva, se paseara por mi cerebro. Felipe Ruano, oftalmólogo de profesión, el hombre que a mí por vez primera me puso unas gafas con sólo diez años, cuando guiñaba los ojos en clase y no veía un pimiento. Los latidos se aceleraron y vi a mi padre y a mi madre llevándome al oculista, diciéndole que todos los hermanos éramos miopes, que mis hermanas tenían pérdida de oído pero yo no… La preocupación abierta de unos padres que encontraron en la serenidad de Ruano la calma y la virtud para que el niño siguiera creciendo feliz y tranquilo. Hablaba pausado, castellano, remarcando cada letra como si la vida le fuera en ello. No pude más que acercarme y hablarle igual que un crío.
Me contó que fueron cientos, quizá miles los niños a los que puso gafas. «Las madres se fiaban de mí», dijo quien también tenía un aire ciertamente seductor. Pero se quedó, relatándolo delante de su hijo, con lo que le ocurrió a un chaval síndrome de Down. Me explicó que el tiempo hizo que desarrollara destrezas con los más pequeños y siempre utilizaba fórmulas para captar su atención y colaborasen en la graduación. Sin embargo, con aquel chaval resultaba difícil. Su dilatada experiencia determinó enseguida que se trataba de un miope de libro. Le puso gafas, aun sin poder hacerle una graduación al uso. Al mes y medio, el padre se presentó en la consulta llorando y dándole las gracias. «Doctor, yo pensaba que mi hijo no podría hacer nada y ahora ve la tele y se ríe como nunca antes había ocurrido». Y se me encogió el alma. Un oculista del corazón, un oftalmólogo de la vida, un médico de sabiduría. Ahora se dedica al golf, que es una de sus pasiones. Y es bueno, dicen que muy bueno. Donde pone el ojo, coloca la pelota. Gracias, Ruano, por ponerme las gafas con las que contemplo la vida.