Vivimos en España, que para bien o para mal es un país cuyos habitantes-nosotros-tenemos poca personalidad y menor criterio.
Estamos en días de la Navidad prácticamente, tiempo en el que los publicistas y anunciantes hacen su agosto a base de cuñas, espots e intervenciones de todo tipo. Bien, normal, nada que objetar. Solo debe tratarse de un inconveniente del mundo occidental, es tanta y tan insistente la publicidad, tan abrumadora, que a veces hay que reconocer que lo que es un derecho reconocido y normal en un mercado libre como nuestra economía se vuele dañina. Es lo que ocurre siempre, que afuera de insistir, reiterar, machacar, algo tan normal y sencillo se puede llegar a convertir en una tortura: La Navidad, los días de la tortura en los medios. Advierto que no piense nadie que estoy en contra de la publicidad, en absoluto, lo que creo es que alguien, algo, lo que sea y como sea debería regular la avalancha publicitaria de este tiempo.
No soy ningún experto en publicidad pero no creo que haga falta serlo para darse cuenta de que la oleada publicitaria es de tal calibre que cuando acaban estos días y los vendedores dejan casi radicalmente sus ataques para que todos compremos sus cosas, nos quedamos como sordos igual que se quedan los oídos de quien ha escuchado continuamente un sonido fuerte y continuo.
No soy ningún experto, pero quienes gastan su dinero deberían saber que no es lo mismo anunciar algo más o menos en solitario, que ser uno más en una batería interminable de anuncios.
Aunque estoy seguro que no lo crean sobre todo agencias de publicidad, la capacidad humana tiene un límite, unos márgenes y si se sobrepasan, los millones de anuncios no valen para nada. Sólo para dificultades la existencia y hacerla más difícil.
Decían y dicen en España que lo poco agrada y lo mucho enfada.
Pues eso.