No dejamos el tema del mal de ojo, pues en cierto tratado publicado en 1905 se habla de la fascinación -otra forma de llamar al mal de ojo- y se cuenta que de nuevo en Torrijos, era creencia general que la persona que hacía alabanzas a un recién nacido, le estaba echando mal de ojo, si el niño mostraba bostezos o lagrimeo. En cambio, en Almorox decían que si el recién nacido era hermoso, las madres intentaban que cuando el niño saliera a la calle, llevara consigo los relicarios de los evangelios; en Noez, como en cientos de lugares de toda España, se creía a principios del siglo XX, que había gente con cierta capacidad para ahojar, es decir para echar el mal de ojo a los demás y no solo a personas sino también a animales y a plantas. Luego encontramos otras poblaciones como El Romeral, donde se suponía que el mal de ojo lo podía hacer cualquiera, incluso los mismos padres que podían mirar a su hijo cuando dormía y sin darse cuenta le hacían daño; en Madridejos, contaba un tal Antonio Delgado, que en aquella época, los vecinos hablaban de embrujamientos y de males de ojo y decían que no solo los niños padecían mal de ojo, «sino que también los adultos y los seres irracionales» y que «hasta los espejos y los cristales de algunos cuadros saltaban a veces y se rompían por efecto de haber sido ahojados y embrujados…» Algunas de las fórmulas para que las curanderas y curanderos conocieran si una persona tenía o no mal de ojo eran verdaderamente extrañas; por ejemplo, en El Romeral, si los padres sospechaban que sus hijos u otro miembro de la familia podía ahojado, debían avisar a tres curanderas o desahojadoras diferentes y cada una de ellas en sus casas, tenían que depositar en un vaso de agua tres gotas de aceite que con cogerían con el dedo de un candil o vasija. Si alguna de las gotas descendía al fondo del vaso, el niño estaba ahojado; en cambio, si las tres gotas descendían al fondo del vaso, había que repetir la operación durante tres días. Algo similar hacían las curanderas de Cabañas de Yepes, donde para saber si la curación del mal de ojo era efectiva, debían echar tres gotas de aceite en un vaso de agua y si se dividían en muchas gotas, significaba que el enfermo seguía ahojado y si las gotas quedaban enteras es que el enfermo o enferma había sanado. Lo que está claro es que tradicionalmente en nuestra provincia -como en muchos otros lugares de España- se creía que para curar el mal de ojo no había que acudir al médico sino a las hechiceras o curanderas, las cuales además de cierto conocimiento curativo, debían poseer una especie de poder o gracia, es decir, debían ser personas agraciadas para la curación. Otro sistema muy utilizado antiguamente sobre todo para alejar el mal de ojo, era llevar un amuleto, bien dentro del bolsillo o colgado en el cuello de nuestros hijos, nietos, etc. El amuleto podía ser de multitud de formas, como cruces, manos de Fátima, higas, medallas, escapularios, rosarios, etc., existiendo en algunas zonas la costumbre de llevar amuletos más especiales, como monedas, carbón, cabezas de lagarto, quijadas y dientes de animales, telas de colores, rabos de lagartija o uñas de bestias. Todo un abanico de posibilidades con tal de echar fuera de nuestros seres queridos y de nosotros mismos esas desagradables maldiciones como son los males de ojo, aún hoy presentes en nuestra cultura popular.
Si continuamos la búsqueda de tradiciones e historias hechiceriles en nuestra provincia, debemos detenernos en Sonseca, donde a principios del siglo XVIII su alcalde llamado Pedro Gómez, solicitó los servicios de Francisca de Arroyo, una ligadora de la localidad. Es importante aclarar, que ligar a un hombre en aquella época significaba dejarlo impotente, servicio que era muy demandado por esposas celosas, vengativas o simplemente deseosas de dar un escarmiento a sus maridos. El caso es que el alcalde sonsecano llamó a Francisca para que pagase el padrón que le correspondía y como ésta se negó, el alcalde le embargó un sayal; Pedro, que era hombre fuerte, recio y sano, a partir de aquel encontronazo con Francisca, comenzó a adelgazar, a consumirse y a amojamarse. Los médicos le diagnosticaron que era víctima de los maleficios de Francisca, lo cual fue confirmado por un erudito local llamado Antonio Gómez Tavira, el cual conocía perfectamente la obra titulada Maleus Maleficarum (también traducido como El martillo de las brujas) un perfecto manual para que los inquisidores actuaran y detuvieran a las hechiceras y a las brujas. Lo curioso de todo ello es que Francisca la ligadora, ya había protagonizado otra historia terrible con un tal Carlos, sastre de oficio, el cual había roto su compromiso con la hija de Francisca, por lo que fue víctima de un conjuro para ligarle. Consiguió que una desligadora de Los Navalucillos le curase a base de sahumerios recuperando su vigor perdido. Poco después una vez curado, acudió a casa de Francisca y de su exnovia para -ya envalentonado y sano- contarles que volvía a ser un hombre, provocando la ira y furia de Francisca, quien le amenazó de muerte. El final no pudo ser más terrible ya que poco después el pobre Carlos fue enterrado en el camposanto de Sonseca…