El desbordamiento de los centros para menores ante la continua llegada de inmigrantes es una cuestión que sigue preocupando al Gobierno español, especialmente a las autonomías más afectadas por este goteo, como el archipiélago balear y canario. Con la fallida reforma de la Ley de Extranjería el pasado 24 de julio, tras la negativa del PP, Vox y Junts, el panorama es aún más incierto en estos puntos de acogida, donde el visto bueno a la norma permitiría un regular reparto de estas personas entre las distintas comunidades, otorgando un balón de oxígeno a estos organismos que velan por el cuidado de los menas.
El sistema de acogida tiene sus luces y sus sombras y uno de los ejemplos que lo personifica es el del senegalés Mor Mbengue. Al cumplir los 18 años, el centro de menores de Tenerife donde residía le invitó a hacer las maletas, lo mismo que a su compañero maliense Brehima Niakate. Los dos evitaron quedarse en la calle gracias a la generosidad de unos amigos y han empezado a construir su vida en un piso de la fundación Mensajeros de la Paz.
Ambos llegaron en cayuco en 2020 a Canarias y, hasta hace solo unos meses, formaban parte de la lista de casi 6.000 niños y adolescentes africanos que están bajo la tutela del Ejecutivo insular.
Su experiencia resume bien las virtudes y los defectos de unos centros que no dejan de crecer desde hace cuatro años, una red desbordada desde hace demasiado tiempo y donde la mayoría de los educadores procura ayudar a los chicos como mejor puede, con algunos casos de miserias y abusos que el propio presidente de canario reconoce que le avergüenzan.
Como a todos los menores que llegan en patera a España, se les ofreció en las islas un techo, comida y educación hasta que cumplieron la mayoría de edad. Ambos aprovecharon a fondo las clases de español y los dos pasaron por módulos de formación pensados para facilitarles un empleo en el futuro en oficios como la hostelería, la agricultura o la construcción.
Sin embargo, como muchos otros, cumplieron los 18 sin haber regularizado sus documentos, a pesar de haber estado cuatro años bajo el paraguas de una administración pública, algo que supone en la práctica tener todos los boletos para caer en la marginalidad en cuanto abandonas el sistema de acogida. Ese día dejaron de ser menores en desamparo y pasaron a ser, directamente, migrantes irregulares.
El calvario que atravesaron Mor y Brehima después de la expulsión del centro fue agotador. Una de sus orientadoras en Mensajeros de la Paz recuerda que Mor llegó al programa Emancípate con lágrimas en los ojos, avergonzado de reconocer que dormía desde hacía semanas en el sofá del salón de un conocido de Senegal que vive en Tenerife, y que no sabía cuánto tiempo más podría seguir en esa casa. Lo mismo le pasó a Brehima: a él lo acogió una compañera de clase venezolana y emigrante. Como él.
«El día que cumplí 18 fue muy triste, porque no tenía donde ir. Me ayudó un amigo. Fue difícil, porque tenía que salir de su casa a las 8 de la mañana y luego para pasear la calle hasta las ocho de la noche para poder volver a comer y a acostarme en una sala», relata este joven. Ahora, trabaja como mediador de un centro de acogida de Tenerife con chicos recién llegados de Senegal, Mali, Marruecos, Burkina Fasso o Mauritania.
Mor conoce la presión que están soportando: el centro de menores se les hace muy duro, porque todos están acostumbrados a trabajar y a contribuir a la economía familiar desde pequeños. «En el mío», relata, «los viernes a veces nos daban siete euros. Yo guardaba y guardaba. Cuando juntaba 100 euros, se lo enviaba a mi madre».
Estas últimas semanas, con el debate sobre la fallida reforma de la Ley de Extranjería, a Brehima y a Mor les duele que algunos les relacionen con la delincuencia y digan que «vienen a robar».
«¿Quién cree que vamos a pasar 11 días en el mar para venir a robar? Nadie. Yo viene a buscar una vida mejor para mí y para mi familia», replica el maliense, que recuerda cada una de las noches que vivió con 14 años en el cayuco, hasta que lo rescató una unidad de Salvamento Marítimo.
Dura travesía
Antes de llegar a las costas españolas, Brehima estudiaba en su pueblo de Mali y ayudaba a su padre con el campo y el ganado, hasta que se marchó a buscar algo mejor a Kayes, una ciudad fronteriza con Senegal, y alguien le animó a jugársela. Se embarcó sin decir nada a sus padres, porque no se lo hubieran permitido en casa. Lo mismo hizo Mor.
Antes de regresar a los centros de menores como educador, el joven senegalés pasó por empleos muy duros, como acarrear piñas de plátano de varias decenas de kilos en plantaciones de Tenerife o atender de noche una granja de pollos. No le gustaron, pero aprendió que tampoco le «roba trabajo» a nadie.
«Es raro que encuentres a un blanco ocuparse de las fincas. Si entras en alguna, aquí solo vas a encontrar negros. No pueden decir que venimos a robar el trabajo, cogemos los puestos más difíciles hasta conseguir lo que queremos. Yo estuve labrando en la finca. Sé que es durísimo. Ahí no había ningún blanco, solo los negros cargábamos las piñas», remarca, antes de añadir que sus planes de vida a futuro están en Tenerife.
A Brehima tampoco le ha ido mal desde que está en el programa Emancípate. Estudió un grado medio de Formación Profesional y es ayudante de cocina en un guachinche (un establecimiento de comida tradicional canaria), cocinando y sirviendo a los clientes la inevitable perra (un vaso) de vino del país, para acompañar.
«¿Se puede uno integrar más en Canarias? Cuando no trabajo, entreno. Estuve dos años con Guamasa y ahora estoy en el equipo de la Universidad de La Laguna», explica el adolescente senegalés. Lo suyo es la lucha típica de esta región, el deporte que tiene entre sus estrellas a otro maliense, Mamadou Camara, el poderoso puntal A del Club de Lucha Tegueste. Como él, también fue un niño tutelado, al llegar en cayuco en 2008, con 15 años.