Es «el santuario de la mente», donde residen la personalidad y la identidad de las personas, pero el cerebro es también «la esquina negra de la medicina», el único órgano cuyo funcionamiento todavía no ha sido descifrado, aunque los últimos avances sitúan la neurociencia ante una «revolución».
Los argumentos son del neurobiólogo español Rafael Yuste, catedrático y director del Centro de Neurotecnología en la Universidad de Columbia (EEUU) y uno de los principales promotores del proyecto Brain, que impulsó la administración de Barack Obama y han proseguido las de Donald Trump y Joe Biden hasta implicar a 550 laboratorios de todo el mundo con un presupuesto que ronda los 6.000 millones de dólares.
Interrumpe la actividad docente e investigadora que desarrolla desde hace 20 años al otro lado del Atlántico para presentar en Madrid el informe que ha elaborado -a petición del Congreso de los Diputados- junto a otra veintena de expertos en neurociencia, neurotecnología y bioética sobre los avances en neurociencias y las implicaciones éticas que tienen, y analiza esos progresos y desafíos.
Yuste describe cómo la neurotecnología está ya ayudando al tratamiento del alzhéimer, el párkinson o el ictus, pero también cómo puede alterar la personalidad, utilizarse para extraer datos confidenciales, para mejorar las capacidades cognitivas de una persona, cómo es capaz de descifrar imágenes o palabras imaginadas o de interferir en el libre albedrío.
Y frente a otros colegas, defiende sin reparos la importancia de utilizar todas las herramientas, incluida la inteligencia artificial, o la irrupción de la empresa privada siempre que sea para combatir las patologías asociadas a las enfermedades cerebrales. «La tecnología siempre es neutra; el problema es cuando el uso de las neurotecnologías sobrepasan la medicina y se usan en la población en general con fines comerciales».
O aplaude el logro conseguido por la empresa Neuralink -propiedad del multimillonario Elon Musk- al implantar un chip en el cerebro humano capaz de «leer» la actividad neuronal y de ayudar a restaurar funciones cerebrales que hayan resultado dañadas a consecuencia de un infarto o de la esclerosis lateral amiotrófica, aunque con un matiz, al advertir que no es estrictamente novedoso y que las interfaces cerebro-computadora se realizan desde hace dos décadas en varios países, incluido España.
El neurobiólogo mantiene que tanto las nuevas pruebas de diagnóstico, que van a permitir la detección precoz de estas enfermedades, como los nuevos tratamientos que actúan sobre las causas y no sobre los síntomas -algunos ya han sido aprobados en EEUU y en los próximos meses podrían ser aceptados por la UE- constituyen «el comienzo de una revolución».
Porque el aumento de la esperanza de vida va a propiciar que una de cada tres personas sufra una enfermedad degenerativa asociada al envejecimiento, y la neurotecnología -mantiene- va a proporcionar a los investigadores, a los médicos y a los psiquiatras «la llave» para desentrañar los enigmas del cerebro y «entrar» en este órgano para ayudar a los pacientes.
¿Desafíos? «Muchos»
Esa tecnología va a permitir interferir en el cerebro de una persona para combatir y ralentizar el curso de una enfermedad, «pero también actuar con fines que no sean precisamente benéficos», manifiesta el investigador e incide en ese punto en la importancia de contar con reglas de juego «claras» que se ajusten siempre a valores humanísticos y a los derechos humanos.
Sugiere Yuste la trascendencia de elaborar proyectos de ley que protejan los «neuroderechos» y los «datos cerebrales», iniciativas legislativas que ya se han implementado en varios países para salvaguardar la actividad cerebral y toda la información personal que se puede extraer de ella. Y diferencia el uso de las tecnologías que están solo al alcance de neurocirujanosde otras que se comercializan por grandes plataformas digitales que carecen de regulación.
Mantiene que los desafíos de la investigación médica son todavía muchos pero también que el cerebro «es la esquina negra de la medicina», porque es el único órgano cuya fisiología todavía no se entiende.