Bares, qué lugares. En España los frecuentamos mucho más que las bibliotecas. Aunque son cuestiones que no admiten comparación, consumimos más cañas que novelas, más vinos que ensayos literarios. Y, a pesar de esta realidad irrefutable, la hostelería, como tantos otros sectores, está sumida en una profunda crisis por la falta de profesionales. Los hay muy buenos, pero cada vez cuesta más encontrarlos.
En Guadalajara se acaba de marchar uno de los mejores. Miguel Ángel Guerrero Vindel (Escamilla, 1949) se ha ido sin apenas hacer ruido después de una larga trayectoria en la que ha dignificado el oficio situándose en lo más alto de la gastronomía alcarreña, donde es difícil llegar, pero más complicado es mantenerse.
A Miguel Ángel le empezó a salir la barba cuando se incorporó a La Murciana, que arrancó siendo una churrería, tornó en tasca y terminó siendo uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. Muchos recién casados celebraban allí su banquete de bodas. Mis padres, sin tener que buscar muy lejos. En La Murciana, Guerrero comenzó a trabajar con apenas 15 años. «Empecé fregando platos en un barreño. Los lavábamos en un patio y del frío te salían sabañones en las manos», me ha contado en más de una ocasión. De lavaplatos pasó a camarero y, sin haber cumplido los 20 años, terminó como el encargado del local. Es entonces cuando abre horizontes para labrarse su propia carrera. Asume la gestión del servicio de restauración de la central de Zorita y, de esta planta, pasa después a la de Trillo. Durante el período de construcción de la nuclear más moderna de España, Miguel Ángel tenía que atender cerca de 3.000 servicios diarios, un hito al alcance de muy pocos.
Miguel Ángel fue innovador y pionero. Los grandes grupos hosteleros son una tendencia reciente y se han ido multiplicando en la última década, pero a finales de los 80 los principales restauradores se limitaban a gestionar un único establecimiento que, en muchos casos, era herencia familiar. En 1988, él ya entendió que la expansión del negocio era la clave del éxito y adquirió el Ventorrero, un restaurante de Guadalajara que acababa de cumplir un siglo de vida. Lo rebautizó con su nombre de pila y, durante las casi cuatro décadas que lleva al frente, lo ha consolidado como un gran templo gastronómico de la ciudad.
En el restaurante, Miguel Ángel ha pasado muchas más horas que en su casa. Acudía cada día no con el pesar del que va a su puesto de trabajo sin ilusión ni ningún tipo de ganas. Para Guerrero, era su mayor hobby. El más divertido. Donde podía dar lo mejor de sí. Tuvo un don de gentes que le convertía en el mejor anfitrión. No era cocinero, pero sí cocinillas. Y conocía el producto de calidad como nadie. Buscaba siempre lo mejor. También en la selección de su plantilla. Desde el principio entendió que la inversión en personal era la clave del éxito. Llegaron los tiempos de crisis en los que la estructura del negocio se tambaleó y prefirió no despedir a ninguno de sus empleados a costa de sacrificar su patrimonio personal. Por encima de los intereses económicos situaba a la gente, tanto al cliente como al trabajador. Y, como buen empresario, los reveses profesionales los aceptó como aprendizaje y no con resignación ni como un castigo.
Se ha ido Miguel Ángel con los deberes hechos. La saga hostelera continúa con sus hijos David y Miguel, que han heredado del padre la pasión por un oficio que requiere de un sacrificio superlativo. Se ha ido Miguel Ángel Guerrero y, al entrar al restaurante que lleva su nombre y también a Bureo -otra de sus criaturas-, uno echa de menos ese cariñoso «buenas, niño» con el que se dirigía a sus amigos y ese «ponle esto» o «sácale» lo otro para agasajar a los suyos. PD. Mientras preparaba este recuerdo me he tomado dos cañas bien tiradas, porque los Guerrero han aprendido de uno de los mejores maestros hosteleros.