Aunque la sociedad es un concepto amplio que puede abarcar al Estado, a las organizaciones sociales y a los ciudadanos, el humanismo prefiere hablar de comunidad. La persona y la comunidad son los dos ejes que vertebran el humanismo.
La historia del pensamiento es la historia de las relaciones entre la persona o el ciudadano y su comunidad. A veces es la sociedad la que predomina o anula a la persona ('polis' griega, comunismo, dictaduras); otras, es el orden social el que se subordina a la persona (humanismo cristiano).
Resumir las cuestiones y las relaciones del humanismo cristiano con la sociedad civil, no es sino resumir los rasgos esenciales de una adecuada política social. Hoy día se concretan estas relaciones en dos polos: el ciudadano y el Estado. De ahí surgirán los grandes problemas de las obligaciones del Estado (pensiones, prestaciones sanitarias y educativas, cultura, vivienda, servicios básicos, infraestructuras, etc.) y de los derechos de los ciudadanos, que las Constituciones políticas convierten en derechos fundamentales.
La confluencia de la persona con su comunidad desemboca en el principio de igualdad, su pilar básico. La creación de un clima de igualdad y la lucha contra las desigualdades injustas o discriminaciones no justificadas es el fundamento y justifica tanto de la persona, como de la comunidad.
Desde la perspectiva de la persona, el humanismo sostiene la igualdad esencial de los hombres. Esto significa que lo esencial es ser hombre, y si se da esta esencial identidad, lo demás, esto es, las diferencias (raza, sexo, económicas, situación social, religión, etc.) habrán de ajustarse para evitar la deshumanización. Dicho de otro modo, si lo decisivo es ser hombre, la unidad del linaje humano no puede aceptar las desigualdades injustas. Ahora bien, es importante admitir que solo somos iguales ante Dios y ante la ley, en todo lo demás somos diferentes.
Desde la perspectiva de la comunidad, la igualdad así entendida viene exigida por la justicia, por la paz social y por la integración de cada persona en el conjunto social, haciendo posible la plena participación en los bienes culturales y materiales.
En resumen, deben ser preservados el estímulo y el esfuerzo de la persona, y deben ser propiciados los climas de igualdad por las vías de la cultura, la fiscalidad y la prestación de servicios públicos básicos.
Si la meta del bienestar es inexcusable, también lo es la difusión de la cultura. Con frecuencia nos quedamos en lo primero. Pero el objetivo cultural no es menos importante, y en él se incluyen la instrucción, la educación, la preparación profesional, el acceso por mérito a los niveles más altos del saber, la adquisición de sensibilidad para apreciar las bellas artes, el estímulo a la vocación por el conocimiento y el saber, la imaginación creadora, la capacidad de análisis y de juicio propios independiente de la presión mediática, la voluntad de compromiso con la comunidad y la capacidad de distinguir el bien del mal.
Así, el humanismo cristiano, como conjunto de valores e ideales, no pretende solamente inspirar determinadas políticas, sino, además, propiciar el ambiente que demandan las reformas necesarias para la consecución de aquellos objetivos. Y la más importante de todas, el que las personas sean dueñas de sí mismas, conscientes de lo que son, de lo que aportan y de lo que reciben de la comunidad.
El humanismo cristiano es, por tanto, una respuesta a la crisis moral de nuestro tiempo, respuesta que representa una concepción de la vida y no solo de la política, porque:
- afirma la integridad del ser humano y su capacidad de esperanza, oponiéndose a quienes pretenden reducirlo a simple biología o a una interpretación química,
- pretende liberar al hombre de la anarquía y del caos intelectual y espiritual que le ofrece nuestro mundo, oponiéndose a quienes incurren en el error antropológico de ver en el hombre solo materia,
- limita a sus justos términos los excesos de los avances técnicos reconociendo su importancia, pero oponiéndose a quienes viven esclavizados por las nuevas tecnologías,
- ayuda al hombre para que tome conciencia de su identidad y personalidad propias, oponiéndose a quien lo considera un número dentro de un colectivo,
- desarrolla los sentimientos y resalta los deberes de la persona para con la comunidad, a pesar de los sentimientos egoístas implícitos en su naturaleza,
- y se propone hacer más humana la vida política.
Estos son unos objetivos que todo programa electoral debería recoger.