A veces basta una jugada para sentir que ha merecido la pena pagar por la entrada. En los partidos ligueros del Real Madrid, mero banco de pruebas para los cuatro duelos 'de verdad' que le quedarían (tres seguros, el cuarto es la soñada final de Estambul), ya no hay mucha motivación más allá de chispazos puntuales como el de Rodrygo. 
Como decía Cruyff, todos los futbolistas de élite están técnicamente preparados para hacer una jugada así. Lo verdaderamente difícil no es hacerlo, sino pensarlo. Que se te ocurra: imaginar las cosas primero para poder ejecutarlas después. Ahí está el mérito de esa pequeña obra de arte del minuto 16: el futbolista se siente desequilibrado porque el central, mucho más grande y fuerte, carga con fuerza. Y se aleja en una maniobra de distracción perfecta. Existe un hueco, pero… ¿cómo filtrar el balón hacia allí, apartarse para que la propia carga del defensa le aleje del esférico, y salir corriendo justo hacia el otro lado? Y Rodrygo usó la planta del pie. Una 'pisadita' que dejó la pelota muerta en el área y le permitió al chico firmar la jugada de la jornada y una de las más bellas en lo que llevamos de Liga. 
Después dibujó el pase de la muerte hacia Benzema y el francés no falló, pero lo bueno, lo genial, ya estaba hecho. Festejó con serenidad, casi sin sonreír, mientras Karim le daba las gracias y en el Bernabéu aún resonaba un «¡Ooooh!» con muchas 'oes'. 
El gol es el fin, pero el espectador disfruta del proceso. Es más: muchas veces sale del estadio con una sola imagen en la cabeza y no ha sido la del balón en las redes. Un regate. Una frivolidad. Una genialidad de las que suceden muy de vez en cuando. El juego es ganar o perder, pero va de eso, de que los 'rodrygos' de turno endulcen el trayecto.