Como la mujer del César respecto a la honestidad, los jueces no sólo deben ser neutrales, sino también parecerlo, y lo cierto es que últimamente lo parecen poco, sobre todo aquellos que, encargados de velar por la independencia del gremio precisamente, los que desde hace cinco años ocupan en funciones sus vocalías en el Consejo General del Poder Judicial, el órgano de gobierno interno de la Judicatura, andan mostrando tanta aversión a lo que pudiera emanar del Ejecutivo y del Legislativo, como poca diligencia en contribuir a desbloquear su institución empantanada por la resistencia del Partido Popular a que ésta se compagine en su composición, proporcionalmente, con los cambios en los resultados electorales habidos en el último lustro.
Así como el hambriento habla de comida todo el rato, o el preso de la libertad, no parecería sino que tanta alusión y tanta glosa como se hace éstos días a la Constitución, que cumple su 45º aniversario, pretendiera camuflar su ausencia a efectos prácticos. Una Constitución, que no es si no la Carta de derechos y deberes que un pueblo se otorga a sí mismo para funcionar con arreglo a sus necesidades y aspiraciones en un marco de legalidad, no es, por el contrario, un chicle del que cada uno pueda tirar según sus particulares o sectarias conveniencias. Puede que el actual Ejecutivo, confundiendo Constitución con chicle, ande urdiendo el modo de estirar éste para encajar en aquella el endiablado puzzle de su supervivencia con las piezas raras del independentismo catalán, pero más grave es aún, si cabe, que el Poder Judicial, que por mandato constitucional ha de someterse al Legislativo en que se halla representada la soberanía popular, ande metiéndose en camisa de once varas intentando enmendarle plana.
Jueces y magistrados, en tanto tales, han de ser neutrales respecto a las pugnas políticas de los partidos, y sólo así pueden ser ellos mismos garantes de la independencia funcional que la sociedad les exige para el recto cumplimiento de su importantísima labor, que tanto afecta a la vida de las personas. En consecuencia, no pueden ser, ni parecerlo, jueces y parte, por mucho que en lo personal tengan cada uno sus querencias. Así, la contrariedad que provocan sus manifestaciones contra acuerdos entre partidos o contra leyes que aún ni existen, se trocarían en admiración social si se celebraran para denunciar el penosísimo estado de la Administración de Justicia, con sus retrasos insoportables, su endémica falta de recursos y esos roedores entre los legajos de tantas sedes judiciales que se caen a pedazos.