Los subterráneos de La Bastida

Javier Guayerbas
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La Hermandad de la Virgen de la Bastida y los santeros adecentan los subterráneos ligados tanto a la vida de la beata Mariana de Jesús, como a los poderes curativos de la roca madre

En el pago de los Cigarrales, a escasos tres kilómetros del Casco Histórico, se levanta la ermita de Nuestra Señora de la Bastida, un enclave único y puede que desconocido. Existen testimonios que apuntan a que en estos cerros se fundó el primer convento franciscano de la ciudad en el siglo XIII.

Era rey Fernando III de Castilla, canonizado cuatro siglos y veinte años después de su muerte por el Papa Clemente X en 1671, cuando en 1230 los franciscanos se establecen en el cerro desde el que se dominan la Vega de San Román y las llanuras de la Peraleda, como escribiría en su ‘Toledo en la mano’ el cronista e historiador Sixto Ramón Parro.

Muchos conocen el pinar de la Bastida por la romería que la hermandad celebra cada segundo domingo de mayo en honor a la imagen que Cecilio Mariano Guerrero Malagón tallara en 1941 para sustituir a la efigie primitiva, desaparecida tras la contienda civil del 36. Otros saben de la zona por la terraza de verano en la que se puede disfrutar de una amplia carta de raciones, como pollo al ajillo o tortilla de patatas, pero pocos conocen que allí se encuentra la cueva en la que pasó largas temporadas la ermitaña y beata Mariana de Jesús (siglos XVI-XVII) o la cripta en la que se conservan pinturas murales y grafitis de los peregrinos que durante el siglo XIX acudían a la Bastida como lugar santo.

Arturo y Mercedes son los moradores de la Bastida. Este matrimonio vive en las dependencias aledañas a la ermita. Ellos conocen como nadie la historia del lugar en el que aseguran que existe una energía especial, lo que convierte al cerro en uno de los puntos mágicos de la ciudad. Este hecho les ha dado más de un susto, incluso han tenido que llamar a los agentes del orden para evitar actos sacrílegos y rituales, pero la cuestión de este reportaje no es precisamente esa, sino adentrar al lector en los subterráneos que tanto la hermandad como Arturo han acondicionado para la romería que finalizará esta tarde con la procesión de la Santa Cruz y de la Virgen de la Bastida por el cerro repoblado con pinos durante la dictadura.

Conocida como la cueva del Cristo, pues en el altar siempre existió un crucificado, es en este emplazamiento donde la beata Mariana de Jesús pasó meses haciendo oración y penitencia. Para acceder a la cueva de la beata basta con salvar los escalones que conducen al primer habitáculo levantado sobre muros de mampostería.

A la derecha se encuentra la cavidad original de los retiros espirituales de la beata. En esta zona se siente el frío y la humedad de la roca que según cuentan tiene propiedades curativas. La leyenda dice que los fragmentos de esta roca hacen frente al dolor de muelas. Cierto o no, el lugar sobrecoge aún más cuando una presencia sobrenatural, quizá energía, cruza el pequeño habitáculo santo y se hace el silencio.

«¿Han sentido lo mismo que yo?». Es la pregunta inconsciente que da inicio a una charla sobre lo paranormal en la zona, un capítulo en el que salen a relucir apariciones como la que los santeros experimentaron días previos a la romería de 2013. «Me encontraba aquí, en el patio, era de día, y pude ver como un ente, un monje con túnica hasta los pies, salía de la cueva y cruzaba el patio hasta nuestra casa. Atravesó el muro. Nunca más nos ha vuelto a pasar», aseguran.

En este paseo por la historia y los subterráneos de la Bastida, Arturo y Mercedes se dirigen a la ermita. Allí se encuentra Ella. Nuestra Señora de la Bastida. La imagen preside el retablo, barroco, sobre una peana que según explica el cofrade Emilio Vaquero en la historia de la hermandad que publicó en 1994 se debe a Bienvenido Villaverde, realizada en 1942 con fragmentos de madera tallada y dorada, mientras que la aureola de orfebrería que enmarca a la Virgen tiene la firma del maestro Julio Pascual.

En el altar, al lado de la Epístola, existe una trampilla que da acceso a la cripta. Para acceder, primero existen dos barras de hierro a modo de peldaños, y después unos escalones, con descansillo, que van a parar a este otro subterráneo.

En la bajada llama la atención una pila pequeña de agua bendita empotrada en la pared. Al igual que en la cueva de la beata, en ésta existe un altar en el que probablemente se celebró la eucaristía. Mercedes muestra el hueco del ara vacío, es decir, el altar carece de la piedra con la reliquia de un santo o teca con la que se consagró la mesa. Esta pieza no ha desaparecido. Todo apunta a que es la teca del altar lateral que preside la Santa Cruz.

La cripta pide con urgencia una restauración. Las paredes están decoradas con pinturas murales. El trazo imita paños de brocado y damasco que se repiten en las paredes al igual que en el techo, pues en unas catas realizadas en los últimos años, bajo el yeso, han aparecido vestigios de color.

A grafito se suceden varias inscripciones con nombres y fechas, algunas de ellas del siglo XIX. Emilio Vaquero recogió en su historia de la Bastida de 1994 las mismas que aún permanecen en la cripta. Se puede leer ‘Marcelino Casero y sus compañeros, 1871’ o ‘Aquí estuvieron los seminaristas de tercero de latín Crisanto Hidalgo y Octavio González, 2-5-1941».

Historia, arte y leyenda se concentran en este enclave único con vistas a la ciudad que hoy peregrina a la Bastida. La romería se convierte en la excusa perfecta para disfrutar de un escenario mágico y de misterio en el que los franciscanos instalaron su primer convento allá por el siglo XIII.