Adolfo de Mingo Lorente
Toledo
«Este paisaje me recuerda a Creta, a los alrededores de Cnossós. Olivos, tierra roja... La aldea peina un ribazo a los pies del cual corre el Tajo. Solamente allí, sobre las rocas y a orillas del río, es donde he sentido y comprendido intensamente el alma del Greco». El reciente acuerdo de hermanamiento entre las ciudades de Heraclion y Toledo obliga a recordar estas palabras del autor cretense Nikos Kazantzakis (1883-1957), considerado el escritor griego más importante de los últimos siglos. Periodista, poeta, místico y filósofo, pero, por encima de todo, grandísimo viajero, Kazantzakis llegó a convertir a Domenikos Theotokopoulos en imaginario interlocutor del texto que es considerado su testamento literario: Carta al Greco. Fuera entre las viejas ruinas de su Creta natal, en París, en Londres o en la Italia que tan bien conoció -o, por supuesto, en Toledo, desde donde dirigió por carta el testimonio anterior a quien era su compañera en 1926, Eleni Samiu (a la que cariñosamente llamaba Lenotschka y con quien acabaría contrayendo matrimonio años después-, Kazantzakis tuvo presente al Greco y también a autores como Miguel de Unamuno, a quien conoció en el Madrid republicano y al que entrevistó a los pocos días del celebérrimo enfrentamiento del pensador con Millán Astray en la Universidad de Salamanca. En el escritor bilbaíno parecen inspirados los tres versos que recoge el epitafio de su tumba, en el bastión Martinengo de Heraclion, y que abajo reproducimos: «Nada espero. Nada temo. Soy libre».
El autor de novelas tan conocidas como Zorba el Griego y La última tentación de Cristo consideraba al Greco el mejor representante del sincretismo entre Oriente y Occidente -y por lo tanto digno de incorporarse a su tétrada de referencia, formada por Cristo, Buda, Lenin y Ulises-, a la par que la encarnación de la rebeldía contra el poder oficial (la Iglesia, especialmente), la dignidad del artista y el espíritu creativo en absoluta libertad. Kazantzakis puede ser considerado, en este sentido, el responsable de una interpretación simbólica del Greco que no se ajusta a la realidad histórica pero que ha sido recurrentemente seguida en la Grecia contemporánea a través de manifestaciones culturales que van desde las novelas de Dimitrios Siatopoulos y Babis Plaïtakis hasta una película de Yannis Smaragdis. Sea como fuere, sus homenajes literarios al pintor (el primero fue un largo poema escrito tras su segundo viaje a España, entre 1932 y 1933) son probablemente los más poderosos que el Greco ha recibido jamás.
Nikos Kazantzakis se sintió también profundamente interesado por la ciudad de Toledo, a la que acudió en varias ocasiones y en donde llegó a sus oídos, a comienzos de noviembre de 1936 (durante su tercera estancia en España, en esta ocasión como corresponsal de guerra), el fusilamiento de Federico García Lorca, algunos de cuyos poemas había traducido. Su visión del conflicto desde la zona nacional y para un periódico conservador como Kathimerini le valieron la consideración de intelectual simpatizante del franquismo, algo que desmienten hechos como la acogida que brindó en su propio domicilio en 1938 a la escritora Rosa Chacel y a su hijo mientras el esposo de ella, el pintor Timoteo Pérez Rubio (1896-1977), contribuía a salvaguardar el patrimonio artístico español durante los bombardeos franquistas.
Amó a Toledo -su último viaje a España se produjo poco antes de su muerte, en 1950, con el afán de visitar las obras del Greco en la ciudad- por encima de los tópicos. Al conocerla por primera vez no encontró en ella una ciudad comparable a Jerusalén, Miconos, Moscú, Novgorod o Asís. Halló sus calles sucias, a sus mujeres feas e insoportables los «rebaños» de turistas. Sin embargo, en su Casa del Greco halló sosiego. Precisamente entre las pinturas de su Apostolado, «rodeado por las llamas».