Un refugio entre la sierra de Albarracín y el pasado

G. Koleva (SPC)
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'La casa de las amapolas' es una historia llena de sensibilidad, misterio y culpa en la que Desirée Ruiz combina la tragedia familiar y la esperanza de un nuevo inicio

Un refugio entre la sierra de Albarracín y el pasado

Podrían haber sido orquídeas, pero finalmente fueron amapolas. Símbolo de la paz, el recuerdo y la esperanza, frágiles y bellas a partes iguales, su manto rojo se extiende cada primavera por los campos de la sierra de Albarracín. Allí, donde el viento susurra entre los árboles, se alza una casa envuelta en misterio.

Ese paisaje solitario es el telón de fondo de la última novela de Desirée Ruiz (Zaragoza, 1973), una historia de dolor, secretos y culpa, pero también de segundas oportunidades. Porque La casa de las amapolas (NdeNovela) es un refugio para sus protagonistas, pero también para los lectores que quieran transportarse a un mundo de sensibilidad.

«Me interesaba explorar cómo el duelo transforma a las personas», explica la autora sobre una historia que goza de mucha presencia femenina. Son ellas, las mujeres, quienes copan el protagonismo del libro; madres, hijas y abuelas marcadas por la necesidad de cerrar heridas, algunas abiertas muchos años atrás. Es el caso de Flora, quien vive aislada desde hace más de dos décadas en la conocida como casa de las amapolas, en plena sierra. Un personaje «complejo -en palabras de la autora- porque tiene un mundo interior diferente al que exterioriza».

De pronto, su retiro se verá interrumpido por la llegada de su nuera y su nieta -Elisa y Maya-, quienes deciden instalarse con ella unos meses, reavivando, en parte, el trauma que la ha mantenido distanciada del mundo: la desaparición de su hija Aurora. A aquella muchacha se le perdió el rastro 20 años atrás, al igual que el de su amiga Blanca, un caso que marcó un antes y un después en su vida.

No será la única pérdida a la que Flora deberá hacer frente. La muerte reciente de su otro hijo, Dani, marido y padre de sus dos nuevas inquilinas, también ha dejado poso en las protagonistas, que se verán obligadas a superar, cada una a su modo, viejos resentimientos.

La novela «está muy enfocada en reflexionar sobre cómo se supera una pérdida, cómo se gestiona un dolor muy profundo», ahonda Ruiz, quien quiere lanzar a los lectores un mensaje muy poderoso: «Ocurra lo que ocurra, siempre hay un nuevo comienzo». 

Con una prosa envolvente y una sensibilidad especial, la escritora conjuga emoción y misterio. Porque, más allá de la tragedia y los vínculos intrafamiliares, cada página de La casa de las amapolas es otro rompecabezas: ¿qué pasó con Aurora? ¿Hubo alguien detrás? Y, sobre todo, ¿qué ocurre cuando la verdad finalmente sale a la luz?

Un juego de sombras y revelaciones que Ruiz concibe con una estructura que viaja del presente al pasado, lo que permite entender, por ejemplo, la evolución de Flora. Así, los lectores podrán conocerla con cincuenta y pico, justo antes de desaparecer su hija, pero también con setenta y muchos, ya marcada por el duelo. «Hay que tener en cuenta que las generaciones actúan de manera diferentes», apunta. 

Un retiro para sanar

Además, cuenta con personajes como Olga y Silvia, las otras dos habitantes, o Yago, el hombre del campo. Todos ellos con sus «dobleces» y marcados por sus batallas internas.

Y, como nexo, la casa, otro protagonista más del relato. «La casa es un refugio donde sanar», añade la autora, quien cree que cada quien debe encontrar la suya propia, «algo que nos haga encontrar esa calma para poder procesar y continuar». Y ella, en parte, encontró su refugio en esta novela. 

El emplazamiento no es tampoco ninguna casualidad. Ruiz conoce muy bien la sierra de Albarracín, un lugar con «belleza, tiempo pausado y un toque de misterio». Todo lo necesario para su historia. Es allí donde suele acudir cuando la escritura y su otra profesión, la docencia -que también disfruta mucho-, se lo permiten. 

ARCHIVADO EN: Novela, Zaragoza