No lo voté nunca pero no hubo, ni hay, político en España al que haya admirado más y acabado hasta por querer. Quizás el que lo tratara bastante más en su ocaso que en su época triunfal ayudara a ello, pues fue entonces cuando descubrí su poderosa convicción democrática y su carga de humanidad.
En Adolfo Suárez, el hombre que cabalgó los tigres para traer la libertad y la democracia a España, no creyó nadie al principio, excepto el rey, Torcuato Fernández Miranda y dos o tres más. Y no hubo a quien al final se le tratará, tras haberlo logrado, tan mal, con tanta saña y crueldad, tanto por parte de sus rivales, Felipe y Guerra, como y aún con mayor encono, por compañeros. Algunos deberían hacer pública contrición.
Cuando don Juan Carlos, sorpresivamente, lo nombró tras tener que hacer alguna trampa -Miguel Primo de Rivera me contó cómo tuvo que engañar a algunos de los 17 que formaban el Consejo del Reino para que de la terna con Silva Muñoz y Areilza no se quedara de 'bolo' pese a ir supuestamente de relleno- la reacción tanto de los posibilistas del régimen como de la derecha fue feroz. Suárez había sido ministro Secretario General del Movimiento y aunque había ofrecido algunas pinceladas significativas de apertura, nadie lo consideraba dispuesto y capaz. En El País, entonces un oráculo, Ricardo de la Cierva, que acabó siendo ministro suyo, clamó «¡Qué error, qué inmenso error¡» parafraseando a Ortega y Gasset en su juicio sobre la deriva de la República.
El «error» resultó ser el acierto mayor, pues su decisión, su valentía, su carisma y su total conversión, que no fue fingida sino convicción, a la democracia, al Estado de Derecho y a la separación de poderes fue lo que catapultó lo que parecía un imposible.
Se creció. Era en ello especialista, en la adversidad y en las peores circunstancias supo enfrentarse a las más terribles situaciones. Los primeros días de enero de 1977 estuvieron a punto de hacer reventar la todavía neonata democracia. Pero entre todos, el ministro Martín Villa en su sitio, con temple, prudencia y coraje, se salvó. Se promulgó la Amnistía, aquella que sí precisa para lograr pasar de una dictadura a una democracia, que entre otros defendió en el Parlamento el recién salido de la cárcel Marcelino Camacho, líder de CCOO. La legalización del PCE, eurocomunista entonces y que abjuraba del estalinismo, las dictaduras y la lucha armada, piedra de toque de nacional e internacional de credibilidad de la reforma emprendida fue otro envite decisivo que ganó. Pero su gran partida, la que lo consagró y por la que pasará en letras mayúsculas a la historia de España, fue el logro de una Constitución pactada, de consenso, de reconciliación, convivencia y futuro aprobada por una inmensa mayoría de españoles. Fue Cataluña, por cierto, donde más apoyo tuvo, por encima del 90 por ciento.
Y su dimisión. El presidente Suárez dimitió. El verbo menos conjugado pero más aplicado de la política española. No lo hizo por un escándalo de corrupción, ni por haber sido pillado en mentira flagrante, ni por haber traicionado a sus votantes. No. Lo hizo por sentirse abandonado y traicionado él y pensar que era un obstáculo para el avance de la nación.
Pero no fue nunca más grande que, cuando dimitido y mientras se votaba a su sucesor, Tejero entró pistola en mano en el Parlamento. En tal tesitura, Adolfo fue uno de los tres que se mantuvo sentado y posteriormente se puso en pie y salió de su escaño para defender a su vicepresidente, el teniente general Gutiérrez Mellado, a quien el golpista había intentado zafiamente derribar, sin conseguirlo. Todos lo habrán visto alguna vez. A mí aún me sube algo por el pecho cada vez que lo recuerdo. Aquel día estaba dentro, con la credencial de jefe de Prensa del grupo parlamentario PCE-PSUC.
Mi trato con Suárez fue más intenso después, cuando ya había pasado a la prensa privada y él había fundado el CDS. Solicité seguirlo en varias campañas y lo fui conociendo de cerca. Ya había dejado de fumar (Ducados) y se arrimaba a los que sí, riéndose, para oler el humo.
Es cuando humanamente me ganó afirmando que lo más importante para él, y que así era como entendía la política, era como servicio a España. A su pueblo, a sus ciudadanos, a sus derechos y a su Constitución. Se lo he oído decir a muchos pero Adolfo Suárez lo decía de verdad.
Se sentía querido. Recuerdo que me enseñó que tenía molida la espalda de los palmetazos y llenos de moratones los costados. No es broma: pellizcos de algunas admiradoras. Pero se quejaba de que eso no llegaba a las urnas: «Me quieren mucho, sí, pero no me votan». Y me decía para mí mismo con remordimiento, «como yo».
La última vez que lo vi, nos despedimos con uno de sus abrazos y palmadas. Fue en Oviedo, el día de los Premios Príncipe de Asturias. Estaba triste. No por él sino por la dura situación familiar que atravesaba, con su mujer y su hija atravesando el cáncer, del que acabarían los dos por fallecer. Me contó alguna intimidad que no voy a contar, pero que daba alcance de su dolor y carga de conciencia de no haberlas atendido más por su pasión política.
Poco después de aquello comenzaron sus problemas mentales, sus lapsos y pérdidas de memoria y al fin su ignorancia de quién era y quién eran los demás. La foto aquella, de espaldas ambos, con el Rey me emocionó. Escribí algo entonces y su hijo, aunque sabía que posiblemente nada llegaría a comprender, se lo leyó. A veces un nombre le hacía chispear por un momento la mirada.
En algunas ocasiones antes de aquello, claro está, solíamos jugar de muy tarde en tarde al mus. Una vez en el autobús de la campaña electoral, por tierras riojanas, le gané una partida queriéndole un órdago a la grande. Yo llevaba tres reyes y él no destapó sus cartas. Llegué a pensar que hasta se podía haber dejado ganar. Se lo pregunté, años más tarde, con Suárez ya fallecido, a su hijo Adolfo. Su contestación fue de una rotundidad total:
- «¿Mi padre dejarse ganar jugando al mus? ¡Jamás, antes de hacer eso era capaz de dimitir como presidente del Gobierno!»
Y en su honor soltamos ambos una gran carcajada.