Los dos grabados de la izquierda recogen uno de los banquetes más funestos celebrados en la ciudad de Toledo. Se trata de la última cena del rey visigodo Witerico, apuñalado y posteriormente arrastrado por las calles hasta dar con sus restos en una cloaca. Este violento suceso, acaecido más de dos siglos antes de la cruenta Noche toledana, fue representado por pintores decimonónicos como Tomás Rocafort y Juan García Mencía dentro de sus series ilustradas sobre hechos de la historia de España. Estos grabados apenas dedican atención al menú, aunque es posible suponer que muchos de los manjares derramados por los asesinos del rey no distarían mucho de las viandas que reunían encima de sus mesas los magnates hispanorromanos, como Isidoro de Sevilla (hacia 556-636). El prelado dio cuenta de algunas de ellas en sus Etimologías, como el sabroso farcimen -«la carne muy cortada y picada con que se embute o se llena un intestino después de haberla mezclado con otros condimentos»-, el minutal, elaborado «con peces, albóndigas y verduras muy finamente picadas», y la melimela, dulce de miel y fruta de membrillo.
No siempre «el rico godo imitó al romano», por emplear una conocida cita de mediados del siglo VI (procedente del Anónimo Valesiano). Antes de su temprana romanización, los godos -a quienes sus enemigos del Mediterráneo oriental atribuían la costumbre de alimentarse de sangre- no eran precisamente ensalzados por su buena mesa. Habrá que esperar hasta el siglo V para que una fuente tan poco sospechosa como el escritor y obispo Sidonio Apolinar, enemigo declarado de los visigodos del Reino de Tolosa, reconociese haber conocido en uno de sus banquetes «la elegancia de Grecia, la abundancia de los galos, la rapidez de Italia y la pompa de una ceremonia pública, unida a la sencillez de una mesa privada y al orden que debe regir en la morada de un rey». Entre los godos de occidente, continuaba, «los manjares no agradan por su precio, sino por el arte». Asimismo, el servicio de mesa se estimaba más por su brillo y su belleza -el splendor metalli al que se referirá después san Isidoro- que por su peso».
La legislación visigoda -desde el temprano Código de Eurico hasta el Liber Iudiciorum, redactado por primera vez a mediados del siglo VII- es una fuente de gran importancia para conocer el peso de determinados alimentos dentro de la sociedad. Los cereales y cultivos de huerta eran tan imprescindibles como en época romana -se atribuye a los visigodos la introducción de vegetales como la alcachofa, la espinaca y el rábano-, junto con la carne de cerdos, ovejas, vacas, aves de corral y pescado. Es de destacar la gran importancia que entonces tenía la miel, cuya producción amparaban los códigos legales. Lo mismo podría decirse de los plantíos de olivos y manzanos, de donde se infiere la importancia del aceite -en la zona sur de la Península- y de la sidra. Los sistemas de irrigación, herencia romana que a menudo suele ser atribuida a la etapa andalusí, fueron especialmente protegidos por monarcas comoRecesvinto. Son varias las referencias a molinos de agua que nos han llegado -las norias (rotae) eran así llamadas por impulsar y «hacer caer el agua», según san Isidoro-, aunque la mayoría de los hortelanos se verían obligados a recurrir a mecanismos menos complejos, como las largas pértigas con cubos en un extremo que recibían en Hispania la denominación de «cigüeñas» (ciconiae), «porque se asemejan al ave de tal nombre, que levanta y baja la cabeza mientras emite su característico sonido».
En contra del imaginario popular, la principal base de las mesas de hispanorromanos y visigodos eran las pultes o gachas elaboradas a partir de harina de trigo y otros cereales, como el mijo y la escanda. En ocasiones podía añadírseles harina de legumbres molidas a mano, como garbanzos, lentejas y habas. Pulmentum era la denominación que recibía el guiso de gachas con distintos ingredientes, desde el queso (caseus) hasta los tasajos de tocino. No en vano, «a la carne (pulpa) se le da este nombre porque antaño se consumía mezclada con gachas (puls)». El pescado no les resultaba ajeno, tanto en zonas costeras como en el interior. El isocis, un tipo de pez, prestó su nombre al esicium o «picadillo de pescado», término aplicado en sentido amplio a las albóndigas de diferentes especies (calamares, gambas o quisquillas), aunque éstas podían recibir también el nombre de spherae, por influencia griega y debido a su forma. Apicio, al que ya nos referimos al abordar la cocina en época romana, recogía varias formas de prepararlo.
Según Isidoro de Sevilla, panem et vinum eran los dos alimentos básicos. Existían numerosas variedades del primero. El pan que se ofrecía a los esclavos era el cibarius, una especie de torta de escasa calidad. El siligenus -a partir del trigo siligo-, por el contrario, era de los más apreciados. El pan subcinericius se cocía entre cenizas, mientras que el clibanicius lo hacía en recipientes de barro. También las variedades de vino eran abundantes, según el proceso de elaboración, empleo y procedencia. El passum, por ejemplo, era vino dulce que se elaboraba a partir de las uvas pasas. El carenum -que, como el anterior, solamente estaba al alcance de las clases pudientes- era vino dulce y espesado tras ser sometido a un proceso de cocción. Otras bebidas mencionadas por Isidoro de Sevilla eran el oenomelum (mosto mezclado con miel) y el melicratum (vino con miel). Los visigodos fueron grandes bebedores. Según las Etimologías, la cerveza (cervisia), que en tiempos romanos era considerada una bebida más bien propia de los galos, era «una poción hecha con semillas de cereales», en sentido amplio. Fue en este preciso momento cuando se introdujo el lúpulo para conferirle su amargor característico, que llega hasta nuestros días. La caelia, por otra parte, se elaboraba a partir de la semilla del trigo, tostada, reducida a harina y mezclada después con vino suave. «Todo ello, al fermentar, adquiere un sabor áspero y un calor que produce la embriaguez. Se elabora en las regiones de Hispania cuyos campos no son feraces para la producción de vino», explicó san Isidoro.
Tanto los cultivos de cereal como las viñas -bastante numerosas, según la documentación que nos ha llegado a través de distintas vías- estaban expuestas a inclemencias como las plagas de langosta que asolaron la Península en tiempos de Leovigildo (segunda mitad del siglo VI), un problema que llegaría a repetirse en varias ocasiones durante el VII.
Toledo se convirtió en capital del reino visigodo a comienzos de la segunda mitad del VI, en época de Atanagildo (555-567). Las evidencias materiales acerca de la alimentación de los visigodos toledanos son escasas, aunque gracias a las excavaciones arqueológicas de las últimas décadas es posible concluir que durante los siglos VI y VII se mantuvieron muchos de los usos y relaciones comerciales ya existentes en época hispanorromana. No solo resulta sorprendente que el litoral andaluz continuase exportando salsas de pescado (como el liquamen). Lo es también el hallazgo de ostras en las excavaciones de la Vega Baja, las cuales confirman que las relaciones entre el centro de la Península y las zonas costeras eran mucho más estrechas de lo que a priori podría parecer. Como capital del reino, Toletum fue una ciudad rica en mercancías, según se desprende de los restos de cerámicas importadas halladas en las excavaciones de la Vega Baja, especialmente ánforas norteafricanas para el transporte del vino y del aceite sobre las que han escrito arqueólogos como Rafael Caballero y Sara García.
Entre los cargos palatinos responsables de la intendencia regia en Toletum destacaba el comes scanciorum, de quien dependía la compra, almacenaje y servicio de los vinos del rey y de la corte. Uno de los últimos monarcas visigodos, Égica -con quien se inició la última de sus dinastías, reinante hasta el año 711-, había desempeñado precisamente estas funciones antes de ser coronado rey en el 687. Era uno de los oficiales de mesa más importantes, origen de cargos medievales posteriormente denominados dispensator, pincerna o economus. Despenseros reales, reposteros y maestresalas formarán parte de este mismo contexto algunos siglos después, según recogerán las Siete Partidas de Alfonso X elSabio.
En casos como los de Witerico o Teudiselo, de poco sirvió la confianza en estos cargos. Este último fue otro de los reyes visigodos asesinados en un banquete, concretamente en la Sevilla de 548. Según la tradición -también representada por el pintor García Mencía, autor de una de las estampas de la página anterior-, los nobles conjurados contra él apagaron las luces de la estancia y le apuñalaron a oscuras para repartir entre todos el regicidio. Wamba, probablemente el monarca visigodo que mayor consideración mostró hacia la ciudad de Toledo, tuvo más suerte: fue drogado con un bebedizo de esparto (¿hachís?), decalvado (es decir, tonsurado, lo que entonces implicaba una pena infamante además de la costumbre monacal, privándole de aspirar al trono) y obligado a terminar sus días en un monasterio.