El presidente de la Generalitat, Pere Aragonés, quiere que el Rey de España, a propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizado por el Congreso, convoque un referéndum no vinculante entre los catalanes para saber si están o no están a favor de la independencia de su histórica Comunidad Autónoma.
O sea, una encuesta cuya única pregunta sería: "¿Quiere que Cataluña sea un estado independiente?
La pretensión se basa en el artículo 92 de la Constitución (referéndums consultivos sobré "decisiones políticas de especial transcendencia"). El encaje es técnicamente impecable. Y si no hay inconveniente formal para convocar un referéndum solo consultivo (no vinculante), el problema sería de pura "voluntad política".
Sin embargo, los teólogos de la idea (Joan Ridao y su Instituto de Estudios del Autogobierno) ignoran deliberadamente la doctrina del Tribunal Constitucional, uno de cuyos principios nucleares es que la voluntad del poder constituido (el Rey, el presidente del Gobierno, el presidente de una Comunidad Autónoma o el alcalde de Villarrobledo) ha de subordinarse siempre a la voluntad del poder constituyente.
Por ahí vamos bien. Resulta que el poder constituyente ya ha respondido en el propio texto de la Carta Magna a la pregunta de Aragonés. Doctrina pura y dura del Tribunal Constitucional al alcance de quien repase su jurisprudencia sobre el caso que nos ocupa.
Véase sentencia 51/2017), y no es la única. A saber: no se pueden someter a consulta, "refrendataria o no", cuestiones ya resueltas por el constituyente, salvo que previamente se acometa el consabido procedimiento agravado de reforma constitucional. Por ejemplo, la pena de muerte, la esclavitud, el Estado de las Autonomías. O, como en el caso que nos ocupa, el principio de soberanía única e indivisible (artículos 1 y 2 de la CE).
En consecuencia, es tramposo el argumento de que todo es cuestión de "voluntad política". Menos mal, porque los antecedentes no habrían invitado a descartar absolutamente la posibilidad de que, por un puñado de votos (o escaños) el poder constituido se acabara prestando a un nuevo desvarío del independentismo catalán.
Aragonés ha tenido buen cuidado de remitirse solo al artículo 92 de la Constitución que, efectivamente, alude a la voluntad política del Congreso y del presidente del Gobierno. Pero la memoria selectiva del proponente no ha querido darse por enterado de que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, como máximo intérprete de la Carta Magna, no permite consultar sobre cuestiones que afectan a la espina dorsal de nuestro ordenamiento jurídico. Puro sentido común, además: ¿Cómo solo una parte va a decidir sobre el todo?