La fantasía de hallar parajes inexplorados, poco concurridos y despojados de la metralla diaria de prisas y ruido alienta a los abundantes viajeros contemporáneos a seleccionar destinos exóticos. A miles de kilómetros. Pero esa misma emoción, truncada a la postre en muchas ocasiones por el topetazo del turismo, flota a 60 kilómetros de Talavera y a 115 de Toledo. Eduardo Arriero trajina desde hace 30 años el Valle del Gévalo, una porción de la provincial tradicionalmente aislada. Encerrada en sí misma. Tan desconocida, que la mayor parte de su patrimonio resulta aún ahora inédito.
Este abogado talaverano se apasionó del término municipal de Robledo del Mazo, que comprende también las pedanías de Las Hunfrías, Robledillo, Navaltoril y Piedraescrita, cuando frisaba los 30 tacos. Por entonces, vivía en Toledo y se chupaba dos horas de viaje para descifrar como un forense este enclave. Tres décadas ensambladas recientemente con la colocación de unos paneles en la microrreserva de la Garganta de las Lanchas, el paraíso más conocido del Gévalo.
El marchamo divulgativo de los tablones se mezcló con ese rastreo incesante de Eduardo, tan conocido en el Valle del Gévalo que el personal de la microrreserva siguió su sugerencia. El talaverano de 59 años rescató de sus archivos las fotografías fascinadas al último cabrero de Las Lanchas, tomadas 30 años atrás.
El cabrero Julio López, este mes de febrero junto al panel con su foto en Las Lanchas.La designación como paraje protegido de las 435 hectáreas de Las Lanchas prohíbe el tránsito pastoril, y Julio López, vecino de Las Hunfrías ya con casi 80 años, fue el último relevista del oficio. Esas fotografías lucen desde este mes junto al 'cuentacabras', un capricho rocoso de la naturaleza utilizado por los cabreros del Gévalo para recontar el ganado de tan estrecho. Los animales pasaban de uno en uno, y las cuentas resultaban sencillas.
El cartelón gana interés con la aportación de la figura del último cabrero, con 30 años menos y acompañado de su mastina 'Princesa'. «Durante siglos, los cabreros han subido su ganado a la Garganta, un trabajo duro que no conoce días de fiesta ni libranzas por frío, calor, ventiscas, lluvias o nevadas», explica el texto de la Red de Áreas Protegidas de Castilla-La Mancha. Así Eduardo conoció a Julio, en ese cruzarse por esos caminos solitarios, frecuentados antiguamente por los cabreros en un enclave que rondó los 20.000 animales.
Las vivencias desgranadas de Julio en el Valle del Gévalo fascinan a Eduardo, quien ha recompuesto durante estas tres décadas el pasado de los pueblos y la magia de sus paisajes.
Su olfato lo ha guiado desde entonces por más de 300 carboneras, superficies de entre 70 y 80 metros cuadrados aún ennegrecidas que nutrieron a los habitantes del valle. La venta de la producción en Madrid generaba ingresos en un paraje tan aislado.
Eduardo tiene geolocalizadas estas carboneras, ejemplo de su derroche forense. Como el hallazgo de trincheras de la Guerra Civil, una incluso de más de 150 metros de longitud con su nido de ametralladoras. «Hay escondidos en el monte corrales y labranzas», apostilla. Más allá de la Garganta de las Lanchas, incorporada recientemente a los senderos de la Diputación, el pico Atalayón o la ermita de Piedraescrita.
«Es muy inexplorado. Veo en el monte casos con un valor natural... con mucho valor geológico», detalla como alimento de su curiosidad. Comunica los descubrimientos más notables a los funcionarios para inventariar, por ejemplo, las turberas.
Eduardo Arriero continúa con sus viajes al Valle del Gévalo y sigue engordando su equipaje vital. Ahora, con el homenaje a Julio López en esos carteles en Las Lanchas, recuerda vívidamente la sabiduría adquirida de los pastores. «Julio, ¿cómo haces para subir por monte cerrado o trochas muy cegadas?». Y el cabrero le descubrió el secreto: «Voy detrás de los machos cabríos, que buscan los caminos más fáciles». Así, este abogado descifra los secretos de un paraje exótico, por más que esté a 60 kilómetros de Talavera y a 115 de Toledo.