Las pinturas y el retablo que el Greco realizó para la iglesia parroquial de San Andrés de Talavera la Vieja (Cáceres) entre 1591 y 1592 poseen una peculiar historia pese a constituir uno de los encargos menos problemáticos y mejor cerrados de cuantos hizo realidad el artista a lo largo de su trayectoria. Poco se ha conservado, en primer lugar, del edificio en donde la Coronación de la Virgen y los apóstoles San Pedro y San Andrés permanecieron a lo largo de más de trescientos años. Los restos del templo, expoliados y después reutilizados en la construcción de una nueva iglesia, se consumen desde hace alrededor de medio siglo bajo las aguas del embalse de Valdecañas, un ambiente en el que disfrutan de excelente compañía: los vestigios de la ciudad romana de Augustóbriga.
Antiguo nudo de comunicaciones entre Mérida y Toledo, redescubierta en el siglo XVIII por viajeros ilustrados como Antonio Ponz y José Córnide -quienes destacaron en sus escritos estructuras como el templo de la Cilla y Los Mármoles (abajo), trasladadas piedra a piedra antes de la construcción del pantano-, Talavera la Vieja, también conocida como Talaverilla, poseía suficientes elementos singulares como para que ninguno de sus cronistas reparase en el retablo que ocupaba uno de los laterales de su pequeña parroquia.
Habría que esperar hasta hace poco menos de un siglo para que este conjunto de pinturas y estructura realizado por el Greco llamase la atención de los especialistas. Según la tradición local, fue el médico Alfredo Reguera Pinilla quien informó de su existencia a la comitiva que acompañaba al rey Alfonso XIII a su paso por la villa en 1926. Lo cierto es que el historiador Verardo García Rey ya había localizado el contrato para la ejecución del retablo al menos dos años atrás, cediéndoselo a Ramón Mélida para su publicación. Sea como fuere, el interés de Madrid por las pinturas motivó tanto su restauración en el Museo del Prado como la elaboración de un breve artículo por parte del hispanista Paul Guinard (que escasos años después se convertiría en director de la Casa de Velázquez), gracias al cual es posible conocer la estructura originaria del retablo. En la fotografía de la derecha pueden apreciarse sus calles vacías una vez desmontados los lienzos, los cuales serían rehabilitados por Manuel Arpe poco después. Una vecina del pueblo a quien apodaban 'La Juperra', por cierto, llegó a cortar un pequeño pedazo de las telas para asegurarse de que los cuadros devueltos a la iglesia serían los mismos que los que habían abandonado el municipio antes de pasar por los talleres madrileños.
El retablo ardió durante la Guerra Civil, perdiéndose para siempre una estructura que en tiempos de Guinard se encontraba ya un tanto desvirtuada, pues había sido policromada en rojo y verde años después de ser realizada por el Greco. Los cuadros estuvieron a punto de sufrir el mismo destino, pero se salvaron de la destrucción gracias a la actuación del sacristán Justo García, quien los retiró a tiempo de sus enmarques y escondió en el interior de un armario. Como pago por sus desvelos acabaría siendo fusilado por los nacionales, acusado de haber intentado robarlos. Manuel Trinidad Martín ha recogido recientemente, basándose en algunos testimonios personales, que el duque de Peñaranda llegó a ofrecer al municipio sufragar la construcción de un puente sobre el río Tajo a cambio de las pinturas. Custodiadas por el párroco en su propio domicilio, en donde eran aireadas e incluso dadas a besar por los fieles, las telas estuvieron cerca de arder en otro incendio en el que murieron el sacerdote y su ama.
Finalmente, después de algunos años de relativa tranquilidad -el gran especialista internacional en el estudio del Greco a mediados del siglo XX, Harold Wethey, llegó a contemplarlos en el interior de la casa rectoral-, los cuadros serían trasladados al Museo de Santa Cruz de Toledo debido a la desaparición de todo el pueblo bajo las aguas del pantano. Su historia no finalizó allí, ya que en 1994 serían definitivamente enviados al Monasterio de Guadalupe, sumando tres pinturas más a la única obra del Greco conservada hasta entonces en tierras extremeñas, una representación del Salvador del Museo de Cáceres procedente del Apostolado de Almadrones (Guadalajara).
Azarosa historia para unas pinturas que fueron encargadas al artista el 14 de febrero de 1591, en nombre de la cofradía de Nuestra Señora del Rosario de Talavera la Vieja y de su templo parroquial, por Lucas Sánchez y el sacerdote Hernando Márquez. En ellas se habrían de representar los mismos motivos que hoy contemplamos y el pintor recibiría por su ejecución la cantidad de 300 ducados, incluidos «el dorado y estofado, talla y escultura» del retablo, así como una representación de madera policromada de la Virgen del Rosario que pudiera ser desalojada del conjunto durante los días de culto con el fin de sacarla en procesión. Guinard describía esta imagen en 1926 como «graciosa pero blanda», aunque es probable que entonces estuviese ya perdida la que el Greco realizó.
La Coronación de la Virgen, interpretación libre de un grabado de Durero realizado en 1510, divide la imagen en dos partes bien diferenciadas, siguiendo la tradición pictórica italiana y referentes compositivos como El entierro del conde de Orgaz. En la zona superior, Nuestra Señora es coronada sobre un trono de nubes por Jesucristo y Dios Padre, acompañados por el Espíritu Santo en forma de paloma y por las glorias celestiales. Abajo, formando un círculo de evidentes reminiscencias manieristas, son testigos de la escena una serie de personajes: San Francisco, los Santos Juanes, San Sebastián, San Pedro, San Antonio Abad y Santo Domingo (este último, con el rosario entre los dedos como guiño a la cofradía responsable del encargo). La Coronación de la Virgen es un tema que el Greco realizó en varias ocasiones, como por ejemplo en la capilla del Hospital de la Caridad de Illescas, en Toledo. De todas ellas, según planteó José Álvarez Lopera, la de Talavera la Vieja puede ser considerada la primera. «Este cuadro constituye la única muestra documentada de la evolución del artista a comienzos de los noventa. Algunas particularidades, como las nubes algodonosas o la gradual apertura de las profundidades celestes, hacen pensar en El entierro del conde de Orgaz. Sin embargo, resulta interesante observar la tendencia a un mayor alargamiento de los cuerpos y el hieratismo con el que está tratado el grupo, en el que el Padre (tan lejano del de la Trinidad de Santo Domingo el Antiguo) aparece ya revestido con todos los caracteres de un símbolo», continuaba Álvarez Lopera en el valioso catálogo que publicó en 2005.
Con respecto a las representaciones de San Pedro y San Andrés, originariamente situadas a los lados de la Coronación, se trata de figuras representadas con sus atributos más conocidos (aunque una confusión en la transcripción del contrato de las pinturas ha llevado a varios autores a suponer que el San Pedro debería haberse tratado en realidad de un San José). Ambos poseen una evidente monumentalidad, aunque ya no tanta como las figuras individuales que el Greco había realizado años atrás para SantoDomingo el Antiguo. En ellas, como en la Coronación de la Virgen, es posible ir apreciando ya un cambio de tendencia por parte del pintor.
Propiedad del Arzobispado de Toledo, los tres cuadros permanecen expuestos desde hace veinte años en el Monasterio de Guadalupe, justo destino para un complejo monumental que a punto estuvo de recibir la que habría sido la intervención más imponente jamás realizada por el Greco: el retablo mayor que llegó a ser encargado en 1597 por el prior Gabriel de Talavera y que no llegó a realizarse finalmente. Un conjunto cuyo coste, de haberse hecho realidad, habría alcanzado la enorme cifra de 16.000 ducados, diez veces más que El entierro del conde de Orgaz, su obra mejor pagada.