España era ya un presidio abierto. O cerrado, porque, ¡cómo decirlo!, los políticos de todos los bandos estaban más en los juzgados que en sus propios despachos, estancias que en ocasiones abordaba la Guardia Civil para llevar a sus inquilinos a la comisaría más próxima. Apenas comenzado aquel año judicial se produjo en Andalucía una 'razzia', al estilo de la mafia italiana, masiva: decenas de militantes y asociados socialistas eran corporativamente detenidos por un fraude generalizado en los cursos de formación; o sea, los dineros públicos de la Junta llegaban al PSOE y a su sindicato, UGT, protocolariamente dedicados a realizar cursos de entrenamiento y formación a los voluntarios, oficinistas casi todos de mínima relevancia profesional. ¿Qué ocurría? Pues que los profesores se guardaban el parné en los bolsillos y no convocaban ni siquiera un cursillo. El escándalo hizo carne en toda España, y con bastante rapidez para lo que se usa, los dos últimos presidentes de la Junta Regional, Manuel Chaves y José Antonio Griñán, fueron llamados a declarar. Lo negaron todo, pero al final, la Justicia consideró que, al menos, resultaban culpables de administración desleal. Ambos terminaron inhabilitados y Griñán se llevó la peor parte: fue sentenciado a seis años de cárcel que el cáncer se ha ocupado de impedir.
Y si eso sucedía por la siniestra por la diestra también ocurría de todo. De pronto estalló, para vergüenza del país entero, la trama Gürtel, un enjambre de sujetos protagonizaron un cúmulo de delitos por cobro de comisiones, euros y euros procedentes de la Administración. En aquel marzo, un tribunal la tomó nada menos que con 40 individuos, más o menos golfos, que habían estrujado a las empresas para obligarlas a pagar diezmos y primicias para recibir contratos, muchos de los cuales, esa es la verdad, ni siquiera llegaban a cumplimentarse. La Gürtel es quizá la trama que más ha durado en el tiempo, aún colea porque algunos de sus fautores entran y salen de prisión sin solución de continuidad. Ese caso era el contrapeso corrupto de los ERTES, así que en aquel tiempo, ambos partidos, el PSOE y el PP, se echaban los perros a la carótida respectiva, pero con poca resolución, porque la basura les enmerdaba a los dos.
Y también a los periféricos. La Convergencia Democrática de Cataluña se deshacía, en parte por falta de peso político desde que Pujol Roca se había marchado, en parte también por la estulticia clamorosa de Artur Mas («Si quieres que algo salga mal, llama a Mas», decían en Cataluña) y en parte, para mayor inri, porque la Justicia había descubierto que aquella imputación parlamentaria de Maragall a Mas -«Ustedes son el partido del tres por ciento»- era totalmente exacta. Convergencia se había nutrido durante décadas de las comisiones que sus dirigentes arrancaban a las sociedades que querían hacer algún negocio en Cataluña. «O pagas o ya te puedes ir despidiendo de cualquier obra», era la advertencia que, desde la sede de CDC se hacía correr sin ningún rubor.
Así estaba el patio de la basura en España, que no contaba además con que todo un prestigioso vicepresidente del Gobierno con José María Aznar, Rodrigo Rato, saltara también a las primeras páginas de la información de tribunales a costa de un delito de blanqueo de dinero que, a la postre, todavía se está estirando. Rato fue episódicamente detenido solo unas horas, y el juez dictaminó para él una fianza descomunal: 18 millones de euros que no se sabe si el antiguo político pudo satisfacer con avales para no entrar directamente en el trullo.
En poco tiempo, ingresó en la prisión madrileña de Soto del Real, donde se pasó dos largos años. Su caso todavía colea y lo probable es que se sustancie cuando ya nadie se acuerde de él.
El ambiente, ya se ve, era de corrupción generalizada, y de concupiscencia judicial, porque no de otra forma se pueden llamar las vueltas y revueltas que estaba causando la muy notable subversión en Cataluña. El Parlamento de la región votó, no una, sino un par de veces, la independencia del Principado y el Tribunal Constitucional se agarró a la letra del bodrio que habían parido los diputados independentistas para cargarse la decisión. Pero estos secesionistas, desde el orondo Junqueras hasta los estólidos tipos que le acompañaban, no daban su brazo a torcer, de forma que una y otra vez lo intentaban de nuevo.
Para continuar dando la lata se acogieron a la celebración el 11 de septiembre de una monumental Diada en la que participación, según la numeración de los organizadores, no menos de un millón de secesionistas con el futbolista Gerard Piqué y su nene apareciendo como principal reclamo. El deportista, un líder trascendente como se sabe, terminó declarando que «Hemos venido aquí porque tenemos derecho a decidir».
Absortos en la interpretación optimista de la Diada, los segregacionistas usaron una campaña electoral para atizar -según dijeron- la última bofetada política a la intransigencia de España.
Se unieron por última vez Convergencia, Esquerra y hasta los anarquistas violentos de la CUP para copar el Parlamento autonómico, pero se quedaron con las ganas: no llegaron a la mayoría absoluta y, además, se toparon con que, mal que bien, el PP volvió a llevarse las generales, bien es cierto que con un resultado pírrico, apenas 123 escaños por encima de los 90 del PSOE.
De aquel sofocón nació la grandeur del exhibicionista Albert Rivera que, desnudo y todo, consiguió 40 representaciones en el Parlamento nacional, dos menos que el incipiente Podemos de Pablo Igesias, quien el mismo día de los comicios adelantó su voluntad de «tocar el cielo con las manos». El tiempo es cruel: hoy Ciudadanos no existe y Podemos -ambos atendían por la «nueva política»- está en proceso de lisis. Esta España es así.
Es y era en aquel momento en que se seguía discutiendo, metro a metro, la oportunidad de un aborto casi libérrimo. El Partido Popular intentó cargarse la reforma de Zapatero con una contrarreforma -ya lo hemos escrito- que le dejó al ministro de Justicia, Gallardón, con el tafanario al aire. El jurista solo quería que la ley impidiera que las menores abortaran sin el correspondiente permiso paterno. Aquello se alargó por la torpeza del PP en el Tribunal Constitucional, y hoy somos partícipes negativos de la reforma de la contrarreforma, según la cual las niñas de 15 años pueden someterse a una interrupción de su embarazo sin que sus padres tengan nada que decir. Un gran avance como se ve.
A todo esto, en España se moría más gente que un año atrás: 422.568 personas, 26.738 más que en el anterior ejercicio, y nos dejaba también -quizá porque no había nada de que reírse- un actor monumental, el gran Saza, que había triunfado en películas para la historia del país como La Escopeta Nacional. La cultura en general continuaba sin levantar pasiones y tampoco movía al interés general el hipotético descubrimiento de los restos de Cervantes en el convento madrileño de Las Trinitarias. Al día de hoy el hallazgo aún despierta la discusión.
Para colmo, el Día de Navidad decidió marcharse al otro mundo Manuel de los Santos, alias Agujetas de Jerez. Se despidió con este cante: «Debajo de un árbol sin fruto me puse a considerar: ¡Qué pocos amigos dejas, Manolo! ¡Gran profundidad intelectual!».