La semana pasada terminaba la columna haciendo referencia a la mutación del apóstol Santiago de peregrino evangelizador a batallador adalid de las huestes cristianas en la Reconquista, lo que justificaría, además, el pago de tributos a la Iglesia compostelana. Los especialistas en el fenómeno jacobeo han estudiado como, a lo largo de la Edad Media, la imagen de Santiago guerrero fue alcanzado cada vez mayor popularidad. Tal es así, que, por ejemplo, el Cantar del mío Cid, en el asedio del castillo de Alcocer, narra: «Los moros gritan: ¡Mahoma!, ¡Santiago! la cristiandad», por considerarse el defensor por excelencia de los cristianos en su lucha contra los musulmanes de al-Ándalus.
Sin embargo, en aquel tiempo el auge de la peregrinación a la tumba de Santiago el Mayor- que se iniciaba desde distintos puntos europeos- se debía a la creencia de que allí se manifestaba un poder sobrenatural, ya que estaba muy extendida la creencia de que las reliquias, que en este caso eran de un mártir, podían interceder ante Dios por los que hasta ellas llegaban para rogar y obtener la gracia del santo. Esto, por supuesto, no fue impedimento para que el fenómeno económico y cultural derivado de la gran afluencia de peregrinos no atrajera también a gentes sin devoción cristiana alguna.
Hoy, es muy probable que la mayoría de nosotros no confiemos nuestra salud y la protección de nuestros intereses a poderes sobrenaturales, pero muchas de las rutas de peregrinación del Camino de Santiago siguen guiando a caminantes que viajan, cada uno con sus razones o sin llevarlas, por un itinerario histórico y cultural de sugerente encanto.
Encontrar un camino trazado es la ocasión oportuna para pasear sin ruidos, recorriendo paisajes agrarios, cruzando pueblos y aldeas, superando tropiezos, negando las agujetas, entretejiendo ideas hilvanadas y ordenando pensamientos. Y, a medida que avanzas, te invade una agradable sensación que te anima a continuar para descubrir que te aguarda en la siguiente curva del camino o tras la próxima colina. Será por eso que caminar y pasear ha inspirado a muchos a lo largo de la historia, como a los miembros de la escuela peripatética fundada por Aristóteles en Atenas, a su regreso como preceptor del hijo de Filipo II de Macedonia, cerca del templo de Apolo Liceo.
Y así fue estos días, caminando con Maña y Turco, dos magníficos y nobles animales – yegua y caballo- de pura raza española, cuyos nombres poco tienen que ver con el sentido ecuménico del Camino. Son fruto de la creatividad e inventiva de su propietario, ya que es práctica habitual en las ganaderías asignar a cada año una letra, por lo que debe encontrarse un nombre que comience por esa letra para todos los potros nacidos el mismo año. El movimiento de sus mosqueros marcaba el ritmo cadencioso y armónico del paso, pisando con el pie por delante de la huella de la mano, expresión de una silueta redonda y reunida que, como la música de frecuencia constante y predecible, calmaba y relajaba, dejando a la mente dedicada a vagar y a encontrar.