Cuando Cristiano Ronaldo dijo lo de «me tienen envidia porque soy rico, guapo y buen jugador» no estaba impostando nada. Su bravuconada no pertenecía a ningún plan de marketing y comunicación ideado por un gabinete de expertos que moldean la imagen de un genio. Fue la reacción humana de uno de los grandes y maravillosos ególatras que han pisado un campo de fútbol. Cruyff lo era. Maradona lo era. Muchos otros (Best, Ibrahimovic...), lo eran. Tipos estupendos con una pelota en los pies que, de no haber sido tan insoportables, de no haber pensado que el mundo les debía rendir respeto y pleitesía, quizás no hubieran sido ni la mitad de futbolistas que fueron.
El caso es que Vinícius, supongo, pertenece a esta estirpe. Y combina todos los síntomas de grandeza futbolística con el catálogo de sandeces de un muchacho engreído, empeñado en regar (él mismo) la teoría de que estaría dos de cada tres partidos expulsado de no llevar una camiseta cuyo escudo pesara tanto. El enorme peligro que corren estos futbolistas está en la desprotección. Primero, de rivales que ya no te dan la mano para levantarte del suelo porque te has reído de ellos; segundo, de aficiones (ha enviado «a Segunda» a unas cuantas, la del Rayo este mismo sábado) que en lugar de admirar a un jugador enorme pitan a un joven descortés; tercero, de árbitros que procuran ser imparciales pero son humanos y terminarán «teniéndole ganas» a ese futbolista que vive instalado en la protesta o la provocación porque tiene la sensación de que a él mismo le provocan todo el rato. Y la desprotección más jodida de todas, la cuarta, sería la del propio club, harto de justificar las torpezas de un chico al que se le consienten porque lo que da con su fútbol y sus goles compensa la enemistad de todo el mundo. Al tiempo.