A veces los buitres bajan a los bares a beber. Pero los buitres son tan viejos –aunque sean volantones–, que acuden a bares que ya no existen, a territorios que ya no quedan ni siquiera en los mapas. He visto merodear buitres negros sobre los recuerdos de muladares desaparecidos hace más de medio siglo, buscar, dialogar con fantasmas y alimoches que quedaron varados muchos inviernos atrás en las playas de légamo del río Congo. Los buitres tienen memoria tozuda. Arcaica. A veces, quizá por eso, les urge una sed acumulada por generaciones, y bajan a los viejos bares, como vaqueros del oeste a las cantinas de la raya del Nuevo México, a pedir un whisky con el que olvidar esa sed que, como el polvo de los desiertos, sólo habita en los ojos que han vivido mucho. Demasiado.
Un buitre sobre la cornisa del Bar Cristales. Lo que fue el Bar Cristales. Buitre leonado, Gyps fulvus. Inmediatamente me acuerdo del título del cuento de Ignacio Aldecoa, Un buitre ha hecho su nido en el café. Y lo busco en mi libro amarillo. Los buitres vienen de lejos. Pasan por el cielo, altos, para que no reparemos en ellos. Pero siempre voy mirando al cielo, como esa canción heavy de los ochenta. A veces bajo al suelo y contemplo los contenedores de basura donde se agolpan los tomos de las enciclopedias. Impolutas, dignas en su abandono, junto al cubo marrón de la materia orgánica. Pero, rápido, vuelvo a subir la mirada por si llegan las grullas o cruzan las gaviotas argénteas; o pasan buitres altos y libres como tardes de junio. Sé si son leonados o negros. Hace un rato, en el desconsuelo infinito que queda más allá –o más acá– de los bloques de Parla, volaba un avión inmenso, un beluga que giraba y a veces se detenía, ingrávido, en el cielo empedrado de nubes y lonas de camiones que iba adelantando por la autovía. Pero los buitres vuelan más ligeros que los aviones de metal. Los negros son tablas que surfean corriente y ondas. Altos, reyes, a lo suyo. Los leonados más urgentes, cruzando de cordillera en cordillera, como muleros del Maqroll de Mutis.
A veces los buitres bajan a beber y olvidar su sed antigua, pero ya no queda nadie con quien beber en silencio en los bares de antes, paredes ajadas, cierres echados, escudos de cerveza El Águila descoloridos. Equivocan tiempo y lugar. Suele pasar. Les comprendo. Y acaban llevándoselos los guardas de la Junta al sanatorio de Sevilleja, febriles en su delirio, como aquel pobre loco de la canción de Serrat enamorado de una mujer de cartón piedra. En Sevilleja, serpenteando el mar de jara, el Huso debe ya andar barruntando el agua de octubre, con el que calmar, también, su sed milenaria.