La semana pasada, cuando todavía las tardes no eran excesivamente calurosas, me llamó mi querida Margarita porque necesitaba que le comprase un par de cosas pesadas para su casa. Se las llevé, las coloqué y después nos fuimos a tomar una horchata a la Vega. Siempre que suele decirme que salgamos a tomar algo es porque quiere hablar. Y, efectivamente, esta vez no fue una excepción. Además, ese día estaba la encontré especialmente activa, porque, cuando llegué a su casa, estaba limpiando desesperada los restos que las palomas le dejan en los balcones demasiadas veces al día.
Margarita está desesperanzada por la situación de los vecinos del Casco. No logra comprender cómo el barrio en el que vivió su infancia, lleno de comercios y de oportunidades, se convierte cada vez más rápido en un parque de atracciones para turistas, curiosos y buscadores de souvenirs. Hace unos días, leyó con gran alegría en el periódico que la Real Academia toledana ha puesto en la Lista Roja del Patrimonio el comercio histórico del Casco, algo de lo que, por cierto, también me hice yo cargo en este mismo espacio el pasado día dos de mayo a raíz de la modificación de la legislación de patrimonio histórico de Cataluña. Pero su esperanza sigue flaqueando: «Pero, bonito, ¿tú te crees que le van a hacer caso a esos señores?», me decía ella. Yo le dije que, aunque no hiciese caso quien tiene que hacerlo, lo cierto es que el mundo de la cultura está obligado a dar la voz de alarma ante la desaparición de la intrahistoria reciente del Casco, esa que está más escrita en los diarios que en los libros de historia.
Además, me estuvo contando, bastante molesta, que fue a Correos de la calle de la Plata a echar una carta -recordemos que ya pasa los setenta…- y le dijeron que la oficina cerraba durante un año por las obras del Museo Postal. «A mí me parece muy bien que quieran poner un museo, que eso es cultura, ¡pero no puede ser que a los vecinos nos dejen sin servicios que usamos a diario! Cuando yo era un poco más joven, compraba los botones en Casa Montes, la comida en la tienda de Ayuso, el pan en la panadería de la señora Juana en la calle Tornerías y los arreglos para las plantas en Casa Córdoba, en la Magdalena. Además, en mi trabajo éramos clientes de la Imprenta Serrano y requeríamos muy de vez en cuando de los servicios de los notarios. Ahora, para hacer todo eso me tengo que coger un taxi e ir fuera del Casco o llamarte a ti y que me lleves». Y tiene razón. Porque, por mucho que digan que las obras van a durar un año -que perfectamente pueden ser dos por los típicos retrasos propios de las obras- y que la oficina de Correos volverá, yo no las tengo todas conmigo. Yo no sé si volverá o si no volverá, pero creo que debería volver, pues de lo contrario sería un paso más para la destrucción del Casco como barrio donde vivir con cierta facilidad. «Esto se lo cuento yo a gente más joven -dice- y me dicen que el correo electrónico está quitando el sitio al correo postal, ¡pero es que yo tengo setenta y pico años y no tengo ordenador! ¿Por qué me tienen que hacer a mí cogerme un taxi y bajar hasta Duque de Lerma para echar una carta? Que yo entiendo que hagan obras, vale, pero nos tienen que devolver la oficina». Acabada nuestra refrescante horchata, la dejé en casa de nuevo. Y no se me quita de la cabeza lo que me dijo. Margarita está triste, porque ve cada vez más difícil vivir en el Casco sin necesidad de coger coche o de depender de alguien para poder hacer las compras o las cosas más básicas de la vida ordinaria. No quiere irse del Casco, de la casa donde nació, del lugar donde vivió su infancia, donde va a misa a su parroquia de siempre, donde toma el vermut con sus amigas y donde, hasta hace poco, en un paseo no excesivamente largo podía dejar todos sus asuntos más o menos hechos. Me parece que hay una forma de ver este asunto en la que no han caído nuestros munícipes. Está muy bien arreglar las calles, que falta les hace a muchas -también a las secundarias, y no solo a las principales-, y es bueno y conveniente fomentar el turismo en una ciudad como la nuestra, pero para que todo esto tenga una verdadera utilidad es necesario que hagamos un casco también para los residentes. Pienso que las reformas no hay que hacerlas de abajo hacia arriba, no hay que empezarlas por las farolas y las calles, sino de arriba hacia abajo, desde las necesidades de los habitantes, en las que se edifica el barrio que queremos. Margarita no quiere irse del Casco. Y, en lo que de mí dependa, no se va a ir.