Tristemente, hay que reconocerlo, se veía venir. Este tiempo, el nuestro, en el que los medios y las redes alimentan un caudal constante y abundante de noticias para saciar nuestro insaciable apetito por nuevos acontecimientos, los asuntos, aun siendo de importancia, tardan muy poco en dejar de estar de actualidad y en apearse de la agenda política. Protestar, manifestarse y reclamar públicamente es, a veces, un ejercicio necesario, puesto que es la forma más eficiente para que un asunto vuelva a subirse a la agenda pública, o adelante suficientes puestos entre las prioridades como para recobrar actualidad.
Como la probabilidad de que te escuchen es altamente dependiente del hecho de poder impresionar desde tu posición, se presentaron los agricultores en Bruselas, aprovechando la oportunidad del Consejo Europeo extraordinario y la cuenta atrás de las elecciones. Los Jefes de Estado o de Gobierno y la presidenta de la Comisión se reunían para revisar el marco financiero plurianual, con el fin de acordar financiación adicional para una serie de urgencias europeas y, particularmente, preocupados con la posibilidad de que Hungría vetara el acuerdo para apoyar a Ucrania con 50.000 millones de euros. La agricultura no estaba en el orden del día, salvo para aportar una pequeña cantidad a esas prioridades, pero el descontento de los agricultores perturbó la atención de la reunión.
El barrio europeo y la tranquila, a la par que concurrida y cosmopolita, Place du Luxembourg se llenó de tractores, pancartas, silbatos, petardos y hogueras. Lamentablemente, alguien irritado perdió la mesura y salió perdiendo el monumento, situado frente a una de las primeras estaciones de Bruselas, que rinde homenaje al empresario que fabricó los primeros raíles y trenes del país y es símbolo del desarrollo industrial de Bélgica, John Cockerill, pero los agricultores fueron escuchados por los escolásticos de la agricultura al finalizar la cumbre.
Escolásticos rígidos para los que, aunque la verdad provenga tanto de la razón de las evidencias como de la fe (o el convencimiento y creencia de cómo las cosas «deben ser»), colocan a la teoría normativa, alérgica al conocimiento empírico, por encima de la razón. En este caso, el «debe ser» es la transición verde que impone el Pacto verde europeo a los agricultores. Sin tener en cuenta, además de imponderables como la crisis de suministros, la guerra de Ucrania, la inflación desbordante, la tendencia a la unilateralidad proteccionista o las luchas por la hegemonía mundial -sin estar muy claro quién tiene la capacidad para liderarlo-, los propios análisis y evaluaciones de la UE sobre el impacto de la aplicación de su iniciativa, que ya advertían de la necesidad de garantizar que esa transición verde fuera justa, evitando que hubiese grandes perdedores: los agricultores.
Seguramente, el desasosiego de los agricultores habría alertado antes lo suficiente como para que la presidenta de la Comisión, hubiera iniciado ya en enero un dialogo estratégico para «escuchar las perspectivas, ambiciones, preocupaciones y soluciones de los agricultores», con el fin de que las conclusiones consensuadas puedan aplicarse en la próxima legislatura europea.