Quizás no haya señal más demostrativa del proceso de demolición que estamos sufriendo que el maltrato que no cesa y cada día va a más contra quienes fueron referentes esenciales de la España de la Transición, del afianzamiento de la Democracia y del prestigio mundial de esta como Nación.
El caso de Felipe González y Alfonso Guerra es paradigmático y ha devuelto a ambos, reconciliados, a aquella condición, de dos caras, anverso y reverso, pero de la misma moneda. Esa que fue el PSOE y que hoy lleva ya tan solo, y coronada de laurel, la del emperador Sánchez, y cuyo crédito anda a la par con la de la copla gitana y de la de los duros de madera.
Los dos políticos resucitaron a un partido que solo tenía historia pasada, y poco más, y lo pusieron en marcha. «Hicieron socialistas» a capazos, y a cientos de miles, lo convirtieron en hegemónico y lo catapultaron hasta el Gobierno donde estuvieron, durante casi 14 años de manera ininterrumpida, ganando elección tras elección. Y cuando las perdieron, dejaron paso a quienes habían vencido.
González y Alfonso son los padres del PSOE, de este PSOE de la Democracia. Y han sido su referente icónico y esencial desde que ella echó a andar. Y ambos siguen siendo fieles a la esencia, de lo que aquella formación, con sus virtudes y defectos, pero con su sentido de Estado, con sus principios socialdemócratas y con su idea de Nación, representó.
Pero para esta nueva formación, o lo que sea esto en lo que lo ha convertido Sánchez, son para sus descendientes (sus herederos, sus nietos) despreciados e insultados «dinosaurios» es lo más suave que les han llamado, tratados de traidores y señalados como enemigos y agentes de la «derecha», que es el último argumento empleado cuando ya no hay razonamiento alguno al que agarrarse. Se determina que con tal estigma, el ser tachados como tal, son ya perversas sabandijas a las que es legítimo escupir. Es lo que hace ya, por escupideros y redes sociales, la tropa encaudillada, que ya no tiene más ideología ni principios, que lo que él, el presidente, diga, aunque lo que diga hoy sea todo lo contrario a lo de ayer y a lo que juró por 20 veces anteayer que jamás iba a hacer.
El destierro a las tinieblas de ambos y la condena a la cancelación en los medios de comunicación sometidos son la mejor prueba de esa deriva degradante y es por ello por lo que, con mucho esmero, procuran ante todo silenciar.
De los dos, figuras centrales de nuestro paisaje político, traté bastante más a Alfonso Guerra que a González , con quien tuve escaso, por no decir nulo, trato personal. Con Guerra he tenido, lo confieso, y desde siempre, en la discrepancia y hasta en la confrontación, mucha mayor cercanía y sintonía anímica y personal. La tuve ya en sus últimos años en el poder y cuando lo dejó y dimitió como vicepresidente en 1991, tras aquel penoso episodio de su hermano Juan- una minucia al lado de la inmensa montaña de basura que afloró despues, pero que la preludió- se incrementó. Me pareció y me parece mucho más fiable, mucho más de verdad. Hasta en lo malo. Y empecé a valorarle lo bueno también. Felipe siempre me ha producido reservas y su propia y escurridiza tardanza mismamente en este asunto y hasta ayer, da prueba de ese otro carácter que me gusta menos. Cada uno es como es.
A Guerra lo conocí mejor y comprobé su historia familiar, su peripecia vital y supe que fueron verdad las dificultades y privaciones. Era el undécimo de 13 hermanos, su padre era un militar pero no precisamente de alta graduación ni sueldo, y precisó de sus esfuerzos para estudiar Filosofía y Letras y alcanzar la titulación de ingeniero técnico industrial, que le valió para ganarse la vida dando clases en la escuela de Peritos en su Sevilla natal (nació en mayo 1940) hasta 1975. Ya estaba metido en política y, a partir de ahí, lo estuvo hasta las trancas como temprano afiliado al PSOE tras el vuelco del Congreso de Suressnes (Francia) el año anterior cuando lograron, merced a la visión, generosidad y el apoyo de Nicolás Redondo, auparse al poder de la entonces endeble organización. El fue después el gran artífice, una vez legalizado el partido en 1976, como responsable de Organización, de aquella espectacular eclosión que les iba a llevar seis años después a gobernar España y que no la «conociera ni la madre que la pario».
Su tándem con Felipe funcionó durante muchos años. En los momentos difíciles, como cuando impulsaron la renuncia al marxismo como ideología oficial, el PSOE vivió varios meses de zozobra, de la que la pareja retornó aún más reforzada. También en los buenos. Convertidos en fuerza hegemónica de la izquierda en las elecciones de 1977, darían otro salto adelante en las del 1979 y lograrían el gobierno de los más importantes ayuntamientos en aquel mismo año, tras pactar con el hasta entonces dominador PCE, ahora ya subsidiario. Alfonso Guerra fue junto a Fernando Abril Martorell (UCD) actor principal del pacto Constitucional y fueron sus reuniones, celebradas algunas en los altillos de un bar-restaurante y presididas por la responsabilidad y la voluntad de acuerdo, las que consiguieron desatascar los aspectos más complicados de nuestra Carta Magna. Esa misma que ven ahora como es atacada sin piedad por su propio partido, ahora pasado a las filas de quienes la quieren dinamitar.
En el año 1982, tras el intento de Golpe de Estado de Tejero el año anterior, los socialistas obtuvieron en las urnas la apabullante mayoría absoluta de 202 escaños, listón jamás superado. Guerra se convirtió en el todopoderoso vicepresidente y el guardián del partido: Sus aconteceres y decires en todos aquellos años darían para un libro por mes. Amén de su poder, el personaje, vitriólico en ocasiones, daba siempre titular. Hasta por aquella su manera de convertir un insulto a sus rivales en una corrosiva obra de arte. En eso también hemos perdido una barbaridad.
Pero yo conocí también otro Guerra. A alguien con un impresionante bagaje humano e intelectual, autodidacta en cierta manera, con una muy extensa y bien cimentada cultura y conocimientos en muchos ámbitos del saber. Aunque hubo quienes lo tomaron por presunción al cabo las burlas al respecto que descalificaron a quienes las hicieron. Como botón daré una muestra. No he leído, tuve tal privilegio, ensayo de mayor hondura, acierto y comprensión que el escrito por él en apenas 50 páginas sobre el poeta Antonio Machado, cuya obra y persona admira como algo tan excepcional como cercano.
No hay espacio aquí para mucha anécdota, pero sí al menos para una sobre aquella leyenda de hasta qué punto era perspicaz para calibrar los grados del clima político y leer su traslación electoral. Gané muchas cenas por ello, aunque yo votara en contrario, cuando las elecciones de 1993, que se daban por volcadas del lado de Aznar, por una predicción suya. Me dijo primero que no, que iba a ganar a pesar de lo que tenía encima González, con quien ya no tenía buena relación (ha sido ahora y recientemente cuando se ha producido la reconciliación entre ambos) y no se quedó solo ahí. Me dijo que le iban a sacar 15 escaños al PP. Y saben, pueden comprobarlo, ese fue exactamente el inesperado resultado. Para todos menos para él.
Ahora es en su partido poco menos que un apestado, peor que el «jarrón chino», que dijo ser Felipe, al que no se sabe responder y se prefiere enterrar. Que ese será el momento, cuando el entierro no sea virtual, en que sus compañeros volverán a llamarlo así y elevarlo a los altares. La tramposa hora de las alabanzas y hacer con él y con el expresidente lo que hicieron hace poco con Rubalcaba, el que avisó y denunció y se quedó corto, de este monstruoso Frankesteín que han creado para conseguir y perpetuarse en el poder. Será entonces el momento de los grandes homenajes y las más enardecidas loas. Tan solo para apropiarse de sus cadáveres y de su memoria y tergiversarla a placer. Pero me da a mí, que a lo mejor esto Alfonso lo tiene ya previsto y les agua la fiesta, que para ellos lo querrá ser, de su funeral. Guerra es mucho Guerra y puede que se la dé incluso ahí.