Alejandro, que así se llamaba, fue el exceso. Niño de la guerra y chaval de la posguerra, encarnó el retrato de una generación que se extingue. Martín Bahamontes, conocido para la posteridad por el segundo apellido, de origen cubano, nació en Val de Santo Domingo, nombre entonces del actual Santo Domingo-Caudilla. Era julio de 1928. Francia y su triunfo en la clasificación general del Tour de 1959 alumbraron el mito.
Siempre prefirió el calor. Su paisaje sentimental antes de que sus piernas lo bañarán de fama se describe en Intemperie, la novela que Jesús Carrasco ambientó en la próxima Torrijos. La historia del Federico chaval es similar a la del niño anónimo que huye hacia el norte, a la de ese otro «hijo de aquella tierra como las perdices y los olivos». En ese relato de llanuras, de veranos inclementes y escasez, se forjó el ánimo de quien creció en el subdesarrollo y vio de cerca el hambre. «Hacía estraperlo. De harina, de legumbres. Me metí a trabajar en el mercado porque así podía pillar algo para comer», contaba en una entrevista en El País.
Cambió el Águila «el llano que no daba para exotismos», según la definición de Carrasco, por la gloria en las cumbres galas. Antes, iniciados los cuarenta del siglo pasado, Bahamontes se había subido a la bici para vender por la provincia, llevando y trayendo. Aquellos viajes de escarcha y polvo forjaron un carácter valiente y extrajeron el talento oculto. Podría vivir de las carreras ciclistas.
Bahamontes realizando labores del campo en su finca en julio de 1967. - Foto: EFE (Lama)Espigado, potente en la arrancada y con el impulso por táctica, el toledano se convirtió pronto en ídolo del Tour. Al otro lado de la frontera le dijeron Quijote, admiraron a aquel cuya apuesta pasaba por el ataque y la espantada. En España, con la Vuelta esquiva en la incierta primavera, había partido en dos a la afición ciclista: el castellano de la meseta frente a Jesús Loroño, el también escalador de los valles vizcaínos. La herejía se terminaría consumando: quien venía de una tierra periférica respecto al núcleo vasco, cuna y cetro del ciclismo peninsular, pasearía de amarillo por París.
Bahamontes vence en la mejor carrera del mundo y donde ningún español lo ha hecho antes: ahí se esculpe la leyenda. El Lechuga -otro de los apelativos con que lo bautizaron en su carrera- se levanta de la bicicleta y ataca en cuanto la carretera mira al cielo. El 13 de julio de 1959, en la ciudad alpina de Grenoble, se viste de amarillo. Porta el jersey de líder hasta el velódromo del Parque de los Príncipes. París saluda al castellano. El triunfo cierra «años desperdiciados por rivalidades y celos mal comprimidos, por cabileñismos», proclama Salvador López de Latorre en su crónica para La Vanguardia.
Un español conquista el Tour de Francia y lo hace un 18 de julio. Coincide aquel éxito internacional con el lanzamiento del Plan de Estabilización, el consiguiente inicio del desarrollismo y la tímida apertura de un país que llevaba dos décadas encerrado en sí mismo.
Son aquellos los veranos de Tour y toros, como los recuerda el narrador Javier Ares. Y al primero, lejano y forastero, lo cuentan los enviados especiales de la prensa, los partes de la radio y (con retraso) el NO-DO que prologa las sesiones de cine. La del Águila, mitad verdad mitad fantasía, es la penúltima leyenda de Toledo. La narración de sus gestas se transmite de generación en generación: los toledanos presumen de icono, de un héroe que ha trascendido más allá de la ciudad.
Después de una carrera longeva y de haber volado por encima de las cumbres más escarpadas, Bahamontes fija su residencia en su Toledo. Abre una tienda de bicis en la plaza de la Magdalena, organiza durante años una competición ciclista para jóvenes promesas que recorre la provincia.
En los últimos años, su presencia habitual en el Casco histórico le convierte en otro de los hitos permanentes del distrito monumental de la ciudad. El veterano Bahamontes que antaño consumía a pedal las rampas pirenaicas y alpinas escala años después hasta el Miradero, montado en un viejo Mercedes, donde le mira su estatua; el nonagenario Federico que en la veintena disfrutaba de un helado en la cima del col de la Romeyère (puerto que años más tarde le dejaría en bandeja el Tour del 59) come de menú del día en los restaurantes que rodean Zocodover; aquel Alejandro que nace durante el reinado de Alfonso XIII conquista La resistencia, bastión multimedia de modernos hípsters.
«Bahamontes est aimé, comme un ami un peu fantasque», dijo sobre su rival el luxemburgués Charly Gaul. Aquella sentencia, entre el halago y una cierta suspicacia, define una vida estrambótica, de autor: fue amado como un amigo un tanto caprichoso.