Quiso Miguel de la Quadra Salcedo, en aquella ruta Quetzal y durante su recorrido español, que la expedición siguiera las huellas de Carlos V y en especial su camino hacia su retiro en Yuste. Cruzamos Gredos, partiendo de tierras abulenses por el puerto de Tornavacas, y descendimos hacia las extremeñas, pero antes de llegar al monasterio nos desviamos levemente para conocer. Miguel quería contarnos la historia y la niñez del hijo más pequeño del Emperador, que no sabía que lo era, la historia emocionante y fabulosa, cargada de misterio y de gloria de Juan de Austria.
Luego ya, en lo que fue la residencia postrera de uno de los más grandes y poderosos Reyes de España y del mundo, De la Quadra me invitó a recorrer con él varias de sus estancias, aquella en la que murió, desde la que podía ver celebrar misa y en la que tenía el retrato de la que fue su esposa y amor de su vida, la bellísima Isabel de PortugaI, y algunas otras habitaciones, entre las cuales nos detuvimos y que parecía haber sido aquella en la que el achacoso Monarca recibía a los pocos a quienes les estaba permitida la visita. Y a alguien muy particular. Pues fue allí donde se produjo aquel encuentro con su hijo, que no sabía que lo era, con el padre que lo había mantenido en tan absoluto secreto que durante aquellos 10 años de vida no llegaban a cuatro las personas que conocían el secreto. Por no saberlo ni lo sabía siquiera quien iba a ser su Heredero, y hermano de la criatura, Felipe II. Ni el propio niño, un tanto perplejo al serle presentado por el Soberano que le acarició la cabeza y le sonrió con mucho afecto, lo supo tampoco aquel día ni algunas otras visitas posteriores que le hizo como paje de la esposa, Magdalena de Ulloa, de quien lo había tenido en custodia desde que era un mamoncillo y que tampoco era conocedora de la verdadera identidad del muchacho y que ahora le tenían bajo su tutela y cuidados y a quienes se había dado orden imperial de establecerse en Cuacos.
Recrear en nuestra imaginación aquella escena, como hicimos aquel día mi maestro, así he considerado siempre a Miguel, y yo, me impactó de tal manera que siempre es la primera que se me presenta cuando he vuelto a visitar Yuste o cuando pienso en aquel lugar o como ahora, que escribo sobre él.
El niño había sido producto de unos esporádicos amores del Emperador, viudo desde hacía ya siete años de la Emperatriz Isabel, con una rozagante muchacha alemana de 18 años, Barbara Plumberger, luego convertida en Blomberg en Flandes, hija de unos artesanos, que el Emperador conoció y trató carnalmente, claro, en la ciudad de Ratisbona, en el transcurso de un viaje y estancia de varios meses en ella por celebrarse allí una Dieta del Imperio. Según un embajador veneciano, los italianos, al igual que Michele da Cueno, con los amoríos de Colón con la Bobadilla la Cazadora, son los únicos que se atrevían con estas liviandades de paparazzi, que por algo así se llaman ahora «el Emperador por consolar la soledad», hubo varios amores «dondequiera ha estado con mujeres de alta o baja condición». Palabra de Federigo Badoaro, embajador de la Serenísima República de Venecia.
Supo el César del embarazo, de la vida alegre de Bárbara y su gusto por la cerveza y la comida (su tersa belleza de juventud dio paso a una rolliza figura, por siempre risueña) y al conocer el nacimiento del niño estimó que no era la madre adecuada y con un pronto acuerdo y un estipendio adecuado lo tomó bajo su protección y custodia pero se propuso y logró mantener en absoluto secreto que era fruto de sus aventuras amorosas. Para ello contó, desde el primer momento, con el concurso de su mayordomo y fiel ayuda de cámara, Luis de Quijada, el único casi en el conocimiento completo de la peripecia tanto entonces como luego durante una década. Este, por entonces soltero, busco nodriza de su confianza, y el niño, bautizado como Jerónimo, creció sano y robusto.
Ya para cumplir los tres años, Carlos I decidió que su hijo se criara en España. Quijada, una vez más, lo dispuso todo para que no hubiera filtración alguna ni sospecha siquiera de quien era el padre y tras firmar un acuerdo en Bruselas, el 13 de junio de 1550 con Francisco Massy, violero de la Corte imperial, casado con una española, Ana de Medina, que a cambio de 50 ducados anuales se comprometía a educar al niño en la localidad de Leganés, donde la mujer tenía tierras. Ellos también desconocían por completo su estirpe.
Aquel verano, el niño ya estaba en Castilla a donde llegó con la mujer del músico y se aposentaron en la sencilla casa de labor que ella tenía en el lugar. Pero dado que Ana de Medina era analfabeta le encargó al cura de la localidad, Bautista Vela, el que le enseñara al menos las primeras letras y un algo de las Sagradas Escrituras. Pero el cura, vago y poco interesado en enseñar a aquel rapaz -ni idea tampoco de quien era- lo dejó suelto y a su antojo de modo que a lo que dedicó su tiempo Jeromín fue a hacer correrías por todo el pueblo y aledaños y junto a otros chiquejos dedicarse a coger nidos, cazar conejos con losa, robar fruta en los huertos, pelearse con los otros niños y entablar duras batallas donde unos hacían de moros y otros de cristianos. Tostado por el sol, fuerte, ágil y despierto, pero sin saber apenas ni deletrear el abecedario cumplió los siete años.
Fue entonces cuando Luis de Quijada cursó visita a Leganés y, visto el panorama, decidió exponer la situación al Emperador y sugerirle un cambio. Estando por entonces él ya casado y con una mujer de alcurnia, Magdalena de Ullua, ambos concluyeron en que lo mejor era que ahora el muchacho viviera con ellos y su educación cambiara drásticamente pues, aunque no lo supiera, el hijo de un Emperador no podía seguir por más tiempo apedreando pájaros.
El adiestramiento
En el verano de 1554, el niño fue sacado de Leganés y llevado al castillo de sus tutores en Villagarcía de Campos (Valladolid), donde la joven, inteligente y en extremo cariñosa con el niño, esposa de Quijada, Magdalena se ocupó de él, lo hizo lavar, vestir con buenas ropas y enseñar a comportarse como correspondía a quien ya iba a vivir en una casa señorial aunque sin saber tampoco ni por asomo quien era.
Rápidamente y auxiliada por el maestro de latín Guillén Prieto, el capellán García de Morales y el escudero Juan Morales lograron que el muchacho avanzara con mucho aprovechamiento en presteza en todo lo que de retraso traía, que era casi todo. Jerónimo gozaba con el cambió y los asombraba a todos por su curiosidad, inteligencia y disposición a aprender de todo. Doña Magdalena se ocupó ella misma de formarlo espiritualmente, a base de lecciones de Religión, misa diaria y sobre todo incitación a la caridad, que ella misma practicaba con largueza. El capellán García Morales le aleccionó por su parte en Gramática, Retórica, Matemáticas, Astronomía y Latín. Fue discípulo adelantado en las dos primeras, expresándose en breve con gran soltura pero con muy escaso existo en las otras. Sin embargo, la Historia le apasionaba y esperaba la llegada de don Luis a casa para escucharle con arrobo cuanto este le contaba de ello, así como de la política, del los protestantes, del turco amenazante, de la perfidia francesa y los vericuetos de la política así como de las campañas y de los triunfos del Emperador, sin saber que era su hijo. Solo había algo con lo que disfrutara más que con ello: ejercitarse con Galarza, el antiguo escudero de Quijada en equitación, espada, lanza y aprender tácticas militares.
Fue al cumplir los 10 años, cuando el César Carlos se retiró a Yuste, en febrero de 1557, que la pareja de sus tutores recibió la orden de seguirle e instalarse en la vecina aldea de Cuacos. El Emperador, viendo llegar su hora, quería conocer a su joven vástago y deseaba tenerlo cerca. De hecho ya había informado, hacía solo unos meses antes, a su hijo y heredero Felipe de su existencia pero bajo palabra de mantenerlo, por el momento, en secreto. Había redactado ya, el 6 de junio de 1554, un codicilo «por quanto estando yo en Alemania, después que embiudé, huve un hijo natural de una mujer soltera, el que se llama Gerónimo». Pero lo puso a buen recaudo. Fue después en su testamento cuando lo reconoció de manera oficial como hijo suyo, dictaba que pasara a llamarse Juan, en honor a su propia madre, Juana y que parece quiso haber puesto a él mismo. En el documento pedía a su hijo legítimo y heredero en el trono Felipe II que lo tratara como a un hermano y le diera todos los honores que les correspondían. Y a fe, que el Rey Felipe así lo hizo y con verdadero y fraternal cariño.
Pero hubo de esperarse un tiempo. Felipe II se encontraba entonces fuera de España y entonces sí comenzaron los rumores de la presunta paternidad del muchacho que Quijada negó, por supuesto. Escribió al nuevo Monarca pidiéndole instrucciones y recibió contestación de su secretario, cuyos tachones y correcciones, mostraban las dudas de qué hacer al respecto pero que concluía en que esperase, en que se aguardara a la vuelta del Soberano.
Un secreto revelado
Pero todo se iba destapando, la Princesa Juana, regente en ausencia de Felipe II, quiso conocerlo y lo hizo en Valladolid en mayo de 1559, coincidiendo con un auto de fe, pero el interesado tampoco supo todavía quien era aunque desde luego, avispado era, se comenzaba a hacer muchas preguntas a pesar de tener solo 12 años. Vuelto ya Felipe II, el 28 de septiembre de aquel mismo año, aprovechó una cacería, en presencia de grandes señores del Reino, lo presentó a ellos revelando el secreto, ante el pasmo de todos y no menor el del propio interesado, que se quedó mudo al oír a quien resultaba ser su hermano y que en aquel momento comprendió el motivo de aquellas visitas con doña Magdalena a Yuste y el cariño que el Emperador le mostraba.
El Rey Felipe reconoció a su hermano como miembro de la Familia Real, se produjo el cambio de nombre por el de Don Juan de Austria con condición de excelentísimo señor, se le otorgó casa propia y luego armas, y puso al frente de ella, no podía ser de otra manera, a Luis de Quijada.