La Comisión de Justicia del Congreso ha consumado la, por ahora, última cesión de Pedro Sánchez ante el prófugo de la Justicia Carles Puigdemont y, pese a la apariencia previa de firmeza, ha incluido en la amnistía delitos tan graves como los de terrorismo y alta traición. Llegado este momento del proceso es estéril debatir sobre la legitimidad de la aprobación de la norma – se hace de acuerdo con la legislación vigente – e incluso queda en segundo plano la discusión de su constitucionalidad, que se efectuará en el momento procesal oportuno. Lo escandaloso de este paso reside en su dimensión política, entendida como la gestión del interés general porque la pomposa y falaz denominación del texto - ley de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña- es sólo un trampantojo que trata de ocultar un descarnado acceso al poder, objetivo al que se supedita incluso valores como la defensa del interés general.
Por más que el ministro Félix Bolaños intente convencer a lo españoles que la norma se ajusta a la Convención de Venecia, la realidad es que no cumple con el más importante de los requisitos, que haya un amplio acuerdo entre la sociedad española para aprobarla. Todo lo contrario, la amnistía profundiza en la división de los españoles y de ningún modo garantiza una mayor cohesión en la sociedad catalana.
En lo que sí se puede estar de acuerdo es en la historicidad de la norma. Es histórica porque quiebra, por primera vez en democracia, el principio de igualdad ante la ley y asegura la impunidad a un grupo de españoles con poder y capacidad de influir en el Ejecutivo. También lo es porque rompe con la separación de poderes enmendando decisiones firmes de la Autoridad Judicial y porque humilla a los servidores del Estado a quienes se dice que su actuación fue perniciosa y nociva, aún cuando sufrieron el escarnio y la agresión de los que dentro de unos meses quedarán impunes.
Será trascendente, además, porque un Gobierno que debe tratar con equidad a todos los ciudadanos desampara a millones de catalanes que vivieron con miedo los sucesos que se juzgaron y que ven como uno de los partidos centrales en la organización política de 1978 les utiliza como moneda de cambio por unos meses más de poder.
Y todo esto sin que se perciba, en la parte impune, una voluntad de reconciliación. Tanto Puigdemont como sus portavoces continúan con la retórica de la confrontación y, lo que es peor, los partidos independentistas en el Govern siguen adoptando medidas que en la práctica excluyen a una parte de la sociedad catalana.
Por ello, tan preocupados que están algunos políticos por su legado es posible que con esta ley pasen a la historia, pero que la cita correspondiente no sea muy favorecedora. Aún así, nada será más deseable que dentro de unos años, tanto los que hoy se exhiben triunfantes por haber torcido el brazo del Gobierno como los derrotados por esta maniobra, se sientan integrados en una única ciudadanía, algo que no ocurre desde que comenzó el procés hace ya más de una década.