Resulta opinión generalizada pensar que gran parte de la riqueza de este país, se genera y fundamenta en el ladrillo. En la capacidad de construir casas, levantar edificios y crear espacios de unión para generar convivencia y bienestar.
El ladrillo es un elemento constante en nuestras vidas. Refugio de dinero y de inversión, y gran anhelo de todo aquel que considera la propiedad privada una aspiración legítima. Eso sí, con independencia del precio y la especulación en determinados ciclos económicos, que todo hay contarlo.
Las funcionalidades del ladrillo han sido muchas a lo largo de la historia, y todo apunta a que así será también en el futuro. Este año, como en el que dejamos atrás, el ladrillo vuelve a tener un protagonismo especial, y estará cargado, no precisamente, de bondades. Hogaño, su utilidad apunta a un fin que no es precisamente el de construir espacios para la convivencia, sino más bien todo lo contrario. Nos mostrará su lado oscuro y apuntalará sus negros cimientos.
Si el sentido común no lo remedia, el ladrillo será de nuevo un arma para edificar en España un muro infranqueable para la coexistencia. Un tabique insalvable para la higiénica cohabitación, el noble acuerdo, la gentil tolerancia, la sana relación y el buen entendimiento. Un muro levantado donde se pensaba, ya no se levantaría ninguno más. El que hubo -de infausto recuerdo pero de reciente y sectaria memoria-, se desmoronó hace casi medio siglo por el empuje de muchas manos que se estrecharon en paz.
Ladrillo a ladrillo, ese muro que se quiere apuntalar ha ido creciendo y agigantándose en los últimos meses, jadeado por voces renacidas de otros tiempos. En este año que acabamos de brindar, su altura y grosor amenaza con emular a aquellos que fueron calificados con los adjetivos más crueles de la historia. Aquellos que dieron sombra al odio, amparo al rencor, cueva a la envidia y cobijo al sectarismo. Muros que dividieron territorios, y separaron a padres, hijos y hermanos.
España es un país hermoso por muchos aspectos. También por su arquitectura y por la influencia que en ella han dejado todas las culturas que han vivido en esta piel de toro. Con ladrillos, piedras, hormigón o adobe, se han construido iglesias, catedrales, castillos, monasterios, palacios, puertos, acueductos, puentes, hospitales, teatros, carreteras y aeropuertos. Todos son buena prueba de ello de la riqueza y del esfuerzo del trabajo conjunto. Con independencia de su función histórica, han tenido -y tienen-, un denominador común: unir y nunca separar. Acercar y jamás alejar.
El muro que se pretende construir parece invisible, pero no lo es. Empieza a construirse en la calle, en los bares, en el trabajo, en el seno de las familias. Topamos con él cuando agachamos la cabeza y bajamos la mirada resignados, ante las imposiciones y prohibiciones que se leen en su pared de ladrillo de cerramiento. El muro crece semana tras semana, cocido a fuego de decreto-ley. Bendecido después por los purpurados constructores de la ingeniería mediática.
El muro y las murallas, recordando a Guillén, solo tienen utilidad cuando se abren y dejan ver el horizonte. Desde el monte hasta la playa. Quizá, una canción sirva para derribarlo antes de que tape el sol de la justicia y la libertad.