Miguel Ángel Sánchez

Querencias

Miguel Ángel Sánchez


Los vencejos de Bab Boujloud

10/11/2023

Sí, a la caída del sol iré a recibir a los vencejos de Bab Boujloud. Pero aún es pronto, el sol está alto, hace calor, y sólo algunas nubes ligeras fijan el cielo allá arriba. En Fès-Jdid, en el cementerio judío, los hombres cogen aceitunas de los olivos que crecen entre las tumbas. No los varean: suben con escaleras y recogen puñados que las mujeres, en una terraza inferior, limpian y colocan en cestas de mimbre. Túmulos cerrados, perfectos en su geometría y sus sombras. Fotografío en blanco y negro, contrasto, esculpo grises. Más arriba, en el cementerio musulmán de Bab Guissa, a la espalda de las ruinas de los mausoleos inmensos de los benimerines, también crecen olivos entre tumbas blancas. Pero nadie recoge las aceitunas. En el cementerio musulmán dejo el color. Tumbas abiertas. Arrayanes limpios, paisaje sin cerca. Blanco de cal y verde gastado de olivos.
A media tarde bajo por entre el bullicio de Talaâ Kbira hasta la plaza Rcif, saliendo por Bab Sidi Laoued, para respirar de la medina. Allí la ciudad se abre junto al oued Boukhrareb. Me tomo un café y observo el pasar de la gente. Luego me zambullo de nuevo por el laberinto de Rhabt Zbib, La Ayoun y Qettanine, al sur. Me pierdo a conciencia. Los mapas no sirven aquí. Aquí las calles se estrechan aún más. Pasadizos de azul gastado. Rosado muy ligero. Los muros habitan su desplome, jabalcones imposibles, las casas miran hacia adentro... La calle sólo es una simple necesidad. Lo importante es el interior. El cielo mínimo y muy alto. Podría estar días y días vagando hasta aprenderme cada esquina, cada callejuela, cada pasadizo. Andando sin prisa, sin rumbo, sin norte, esquivando urgencias insustanciales, buscando siempre, esperando, recordando otra medina en otra ciudad muchos años atrás, quizá una vida atrás. Pero esperan los vencejos de Bab Boujloud.
Antes de que caiga definitivamente el sol, los vencejos reales comienzan a arremolinarse sobre la medina de Fez. Cientos, miles. Es noviembre y deberían estar al otro lado del Sahara. O no, qué se yo. Quizá pasen siempre los inviernos aquí. Vuelan entre grajillas y cernícalos primilla. Los vencejos reales son un prodigio de la vida y del cielo. Los observo girar y girar, como un regalo inesperado, con su grito de guerra y su vuelo suicida. Vendrán del Atlántico, de más allá del Atlas, quizá del desierto. De repente, cuando los muecines llaman a la oración del crepúsculo, los vencejos se lanzan, como misiles de plumas y alas de guadaña, contra los mechinales de la muralla entre Bab Mahrouq y Bab Boujloud. Cada uno cae a su hueco, como una lluvia precisa y mágica. Allí pasarán la noche. Al alba volarán de nuevo hacia sus distancias de oasis y desiertos, océanos y cielos. Ser vencejo. Me iría con ellos, sin pensarlo. Desde su cielo todo debe ser pequeño, ligero, ínfimo en la lejanía. Los vencejos reales de Bab Boujloud, señores del cielo y la distancia.

 

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