Por distintos motivos y circunstancias las peticiones realizadas por el rey, Felipe VI, y la presidenta del Congreso, Francina Armengol, en la solemne inauguración de la XV Legislatura acerca de lo que se les pide a los diputados y senadores como representantes de los ciudadanos a lo largo de su mandato, han caído en tierra yerma y no darán ningún fruto. En este tipo de actos institucionales, y el próximo será el mensaje del rey en Nochebuena, se expresan una serie de deseos sobre la necesidad de que la vida política transcurra sobre caminos de entendimiento y respeto a la pluralidad que son olvidados tan pronto como se apagan los ecos de los últimos aplausos, en el caso de que los haya.
El discurso del rey no lo han escuchado desde el hemiciclo los representantes de los partidos independentistas ERC, EH Bildu y BNG, en un ejercicio de descortesía parlamentaria que no por repetido oculta una falta de respeto democrático. Cuando Felipe VI apela al "reconocimiento de nuestras diferencias", también los independentistas deben sentirse aludidos y aceptar que es en la Constitución, que establece la monarquía parlamentaria como forma del Estado, donde tienen también la salvaguarda de su derecho a la discrepancia. A nada conduce banalizar su ausencia con la ocurrencia del líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, de que se les descuente de su sueldo la ausencia laboral de hoy. La cuestión es grave como para hacer chascarrillos.
El rey predica en el desierto cuando afirma que "Nuestra obligación, la obligación de todas las instituciones, es legar a los españoles más jóvenes una España sólida y unida, sin divisiones ni enfrentamientos". Solo había hecho falta mirar la reacción de las bancadas de la derecha al discurso de la presidenta del Congreso -sumada a la ausencia de los independentistas-, sumidos todos en la contingencia de la política con minúsculas y en alimentar la crispación, que tiene como hilo conductor la búsqueda del poder o el deterioro de la acción de gobierno del adversario, para darse cuenta de que su discurso bienintencionado no será atendido. Ni por sus defensores ni por sus detractores. Y eso que en su mayor parte estuvo dirigido a subrayar los valores de la Constitución y a situarla como "el marco democrático" que debe permitir a los jóvenes "recibir una España cohesionada y unida en la que puedan desenvolver sus vidas y proyectar sus ilusiones".
Felipe VI y Francina Armengol, al menos ha dejado un mensaje contundente sobre la legitimidad del Gobierno que encabeza Pedro Sánchez, que tendría que servir para, al menos, desterrar esa matraca del debate político. Feijóo lo reconoció en el debate de investidura, pero la sacan a pasear a conveniencia.
Tampoco tuvieron los diputados y senadores del PP y Vox la cortesía parlamentaria que demandan a otros al recibir con el silencio el discurso de Francina Armengol. Una y otra parte sentaron un precedente. Si la presidenta del Congreso quería rebajar "la crispación, la polarización y el ruido" que afectan al parlamentarismo español, no lo consiguió porque su intervención sonó más a justificación de parte que a la neutralidad institucional que requería el momento, al referirse a la necesidad de apoyar causas propias de la izquierda como la lucha contra las desigualdades, y al apelar a leyes progresistas que no fueron votadas por el PP. Un discurso sectario, dijeron.