Pedro Sánchez va pasando capítulos sin dedicar un solo minuto a reflexionar sobre el que acaba de superar.
El sábado fue fecha aciaga, nunca se había vivido en Madrid una manifestación como la convocada por un centenar de asociaciones civiles, pero él ya estaba en el capítulo remodelación de gobierno tras superar el de la investidura. El del medio, el clamor masivo contra la amnistía, le tenía sin cuidado.
Prometió cumplir la Constitución ante un serio Felipe VI, lo que demuestra la dureza de su cara - su caradura- porque unas horas antes había destrozado el texto constitucional para ganarse los votos de media docena de partidos que se mueven al margen de la Constitución. Pero no le afectan las críticas ni los gritos, pancartas y banderas españolas, solo le preocupa mantener su despacho en Moncloa, y de momento ahí lo tiene. Cuánto tiempo podrá ocuparlo, es la gran incógnita.
Los socios apretarán más de lo que supone y además las relaciones son difíciles, pero lo que puede resultar más peligroso para Sánchez es el rechazo a su persona de infinidad de socialistas. No de los sanchistas, que confunden lealtad con dependencia económica, laboral y afectiva al líder. Sin embargo Sánchez no ve, o no quiere ver, que en esas manifestaciones que se suceden a lo ancho y largo de España desde hace unas semanas -que tienen poco que ver con las diarias en Ferraz que promueve Vox- participan centenares de miles de votantes del PSOE y docenas de miles de militantes, que no se dejan seducir por un personaje que utiliza la política a conveniencia sin que le importe desgranar promesas de imposible cumplimiento. O lanzar arremetidas contra su principal adversario, Feijóo, identificándole con la ultraderecha, sin tener en cuenta que con el argumento de meter en el mismo saco a un dirigente político que al partido que le ofrece sus votos, infinidad de españoles pueden identificar a Sánchez con ETA, porque gobierna gracias al apoyo de Bildu. Que acoge a un buen puñado de condenados por terrorismo y además sigue sin condenar los atentados y asesinatos de la banda.
Sánchez gobernará un tiempo, era su objetivo y no se lo quita nadie. Está blindado en la secretaría general del PSOE, ya se ocupó él de cambiar los estatutos; pero mantenerse en el gobierno será trabajo del día a día, y tiene todos los frentes abiertos: decepción generalizada de sus votantes y de gran parte de militantes, chantaje permanente de sus socios de gobierno, oposición de colectivos formados por los funcionarios de máximo nivel que son imprescindibles para gobernar -entre ellos jueces y fiscales- y que ocupan las altas instituciones del Estado… Más la calle.
A Sánchez le puede tumbar la calle. Ese sí que es un muro, no el suyo. La calle es lo que más temen los políticos, porque conocen muy bien las consecuencias de tenerla en contra.
De hecho, es la fórmula habitual a la que recurre la izquierda para llegar al poder.