A la radio la han sentenciado de muerte casi tantas veces como a la música clásica. Pinchan en hueso. 100 años después, la radio sigue siendo un medio revolucionario y, de lejos, el más influyente. Pocos se han ido adaptando a los nuevos tiempos con tanta eficacia, garantizando un futuro en el que seguirá pisando sobre tierra firme por mucho que el mercado esté cada vez más atomizado. Y a la música clásica, con un periodo inabarcable que va desde la Edad Media hasta hoy, las nuevas plataformas de audio le han abierto un campo muy amplio con capacidad de acercarse a todo tipo de públicos. Las descargas en internet no paran de crecer y los teatros y auditorios, cuando el producto es de calidad, se llenan.
En esa patria verdadera que para todos y cada uno de nosotros es la infancia, en la mía siempre han estado, indistintamente, la radio y la música clásica. La primera era una especie de banda sonora que me acompañaba de forma permanente, ya fuera en casa de mis padres o, en el pueblo, en la de mis abuelos maternos. Fue un estímulo permanente, como anticipándose a lo que terminaría siendo una parte esencial de mi vida. En cambio, el idilio con la música clásica fue un tanto casual. En la familia no había ningún tipo de afición por este género que, a pesar de su universalidad, durante décadas ha estado reservado sin pretenderlo a un público docto. La relación se forjó gracias a una educación en el conservatorio que, por el impulso de mi madre, buscaba que sus hijos ampliaran unos conocimientos a los que ella no había podido acceder.
Mis recuerdos de la radio son los de toda una vida como oyente fiel a los que tengo que añadir el cuarto de siglo de relación directa con el oficio de periodista. Coincidiendo con el Día Mundial de la Radio han ido saltando como algo propio de la cotidianeidad más repetida, tan habitual como comer cada día o incluso respirar. Nada ha conseguido darnos tanto con nulo coste. Y aunque nadie es capaz de predecir cómo será la radio del futuro, hay pocas dudas de que seguirá siendo uno de los medios más destacados de las sociedades libres; un artilugio capaz de cambiar la vida de los ciudadanos, con la esperanza de que sea siempre a mejor.
Las confidencias musicales han brotado sin necesidad de un día de concreto y han sido fruto de mi vuelta al Auditorio Nacional de Música, donde hacía tiempo que no acudía pero que fue un refugio frecuente durante la etapa estudiantil en la universidad. Los contactos con varios profesores de la Orquesta Nacional de España nos permitían acudir a los ensayos generales, en unos encuentros íntimos con la música reservados entonces para unos pocos privilegiados. En esta ocasión, de la mano de Ibermúsica, dentro del ciclo de conciertos con orquestas y solistas de todo el mundo, he vuelto a comprobar la fuerza de la música en vivo y la capacidad para remover el alma y el espíritu de un público en permanente actualización. Ver a un nutrido grupo de jóvenes repartidos por las butacas del auditorio es la mejor señal para asegurar, sin temor a equivocarnos, que la música clásica sigue teniendo un papel destacado en el panorama cultural actual. Muchos de esos estudiantes acuden acogiéndose a promociones especiales en el precio de las entradas, dentro de una acertada política de la entidad organizadora para acercar a este género a los que en el futuro lo mantendrán vivo. El programa no podía ser más completo y rematado: del intimismo de Debussy, pasamos a la explosión de Stravinski y La Consagración de la Primavera, para terminar con Sibelius y su insuperable concierto para violín y orquesta, interpretado magistralmente por la japonesa Midori. Como con la radio, desconozco cuál será la evolución de la música clásica para preservar su rica herencia. De lo que no tengo duda es que sobrevivirá ante modas efímeras y géneros tan dañinos como el reguetón.