Conocí a Arturo Fernández cuando ya era mayor, viejo no fue jamás, y sigo recordando una larga velada nocturna en Marbella como la más divertida que he pasado en mi vida tan solo oyéndole contar. Y lo mejor de todo cuando hablaba historias sobre él.
Arturo fue un grandísimo actor al que jamás se le hizo la merecida justicia por dos razones cruciales: por ser de derechas y por empeñarse la cinematografía del franquismo, como con tantos, y quizás porque no tenía más remedio por la censura, en encajonarlos en un papel. Esto último les pasó a muchos y a cada cual mejor: Alfredo Landa, José Luis López Vázquez, Tony Leblanc o Casen, por poner solo un póker de ases de un largo elenco lleno de talento a los que el corsé de la época convertía en histriones de un solo registro. Pero incluso durante esta consiguieron zafarse y desparramar su genio por la pantalla en cuanto tuvieron una oportunidad. Por ejemplo, Casen en Plácido, Leblanc en Los tramposos, Vazquez en La cabina y Landa en Los Santos Inocentes o en El crack, aprovechando ya los primeros tiempos de la apertura democrática durante la cual el cine español vivió un momento de esplendor. Una suerte de resurrección y de rehabilitación de directores y actores, que habían desarrollado su carrera durante la dictadura.
Pero en el caso de Arturo Fernández hubo otra cosa que, dada su longevidad en la escena, murió como quien dice con los zapatos en el escenario con los 90 cumplidos, y le afectó más que a otros sobre todo en el tramo final: ser de derechas. Porque si bien al principio de la Transición y la Reconciliación, eso no tenía excesiva pena, con el creciente sectarismo que fue imponiéndose hasta llegar a la situación actual de la condena al ostracismo y la cancelación, que hoy en día es el peor y más letal de los cánceres que afectan a nuestro cine hasta haber logrado que una buena parte de los españoles lo repudien, se cebó con él.
Eso no significó, en absoluto, que Arturo Fernández no siguiera triunfando en el teatro, en los cines o en la televisión. El público nunca le falló. Pero el ninguneo y el desdén de la izquierda que presuponía, y ahora ya impone que no hay ni arte ni intelectualidad fuera de ella y las pretende tener como exclusiva y en propiedad, le persiguió hasta el final.
Y no fue ni por extracción social ni pedigrí. Era hijo único de una humildísima familia asturiana. El padre fue un ferroviario de Gijón, donde él nació, que tras la guerra hubo de escapar debido a su filiación anarquista, cuando Arturo solo tenía 10 años. Cumplidos los 20 decidió tirar para Madrid y hacerse actor. Planta y desparpajo no le faltaban. Pero de todo lo demás (padrinos, enchufes y ya no digamos dinero) andaba más que ayuno. Y más de uno y de tres tuvo que sufrir, porque de inicio las pasó más que estrechas y más que oscuras, negras zainas. Recuerdo, sin embargo, oírselo recordar con agrado, risa y hasta rejuvenecida voz, pues al hacerlo rememoraba su juventud.
Se metió a figurante, lo único que podía, y fue así, haciendo de extra, como sobrevivió hasta conseguir sus primeros y mínimos papeles en el cine, con Rafael Gil y ya después incorporándose a la compañía teatral de Conchita Montes.
No tardó en descollar, tanto en las tablas como en los platós, y ya fueron muchos los directores que contaban de continuo con él: Gil, Pedro Lazaga, Tito Fernández o Juan de Orduña con La tonta del bote (1979), en la que también lanzó a otro fenómeno de la época, Lina Morgan.
Pero para Arturo el teatro siempre tuvo un tirón especial y prioritario. Nunca se desenganchó de él. Es más, por entonces, el mayor prestigio surgía y se ganaba en él y ahí cosechó no solo los aplausos, sino sus mejores y más reconocidos triunfos protagonizando obras como Dulce pájaro de juventud, Un Hombre y una Mujer o Esmoquin. En ellos, compuso un personaje que ya le acompañaría por siempre y en el que cuadraba de maravilla: el de galán elegante, con un punto cínico, pero seductor.
Compaginaba con el cine y fue ahí cuando, recreando ese mismo personaje pero con una inteligente vuelta de tuerca y tomando distancia con su propio y continuado papel y autoparodiándose, alcanzó el mejor de sus registros. Se ganó el corazón de las gentes y llegó a su cumbre como actor. Y, por lo demás, estableció una duradera y leal amistad, con alguien a quien le unió el afecto y la mutua admiración: Paco Rabal. Convertidos el uno en contraparte del otro, triunfaron con Truhanes, dirigida por Miguel Hermoso, durante más de una década primero en el cine (1983) y luego en la serie de televisión (1993). En la pequeña pantalla, como se la llamaba pero donde se conseguía la mayor popularidad, siguió muy presente, con La casa de los líos (1996-2000) y Como el perro y el gato (2007). Un año antes de fallecer seguía activo en el teatro.
Premios no tuvo muchos, por no decir que casi ninguno. Tuvo que llegar 2012 para que la Comunidad de Madrid le concediera el suyo a toda su trayectoria. Quizás algo que ver tuviera que la comedia, el género en que más destacó, siempre ha estado infravalorada. Pero me da que también el que, a pesar de sus orígenes, y ya desde el inicio de la Transición democrática no tuviera reparo alguno en manifestar su apoyo a Adolfo Suárez, le encuadró ya para siempre en el espectro del centro derecha donde siempre se mantuvo, pues no dudó en salir en defensa tampoco de Mariano Rajoy. Y eso entre la farándula es pecado mortal, penado con ser arrojado a las tinieblas exteriores.
En cuanto a su vida privada y matrimonial, amén de sus progenitores que pudieron llegar a verle triunfar, (el padre retornado a España murió en 1973 y su madre en 1978) está ligada a dos mujeres:la catalana María Isabel Sensat, con quien se casó en 1967, y tuvo tres hijos, dos chicas y un varón. Se separó en 1978 y se divorció en 1987. En 1980, se había unido a la abogada Carmen Quesada y con ella mantuvo una estable relación ya de por vida aunque no llegó a casarse con ella sino hasta 2018, un año antes de morir.
Que Arturo Fernández fue un gran seductor en la vida real va unido también a la leyenda del personaje. Y lo fue. Pero también alguien de una extrema discreción. Entonces no se iba a escape a contar el revolcón a un programa de telebasura y cobrar una pasta. Él jamás alardeó de conquista alguna y en ello se comportaba siguiendo una estricta pauta de no mencionar nunca el nombre de la mujer. En sus tiempos mozos se le llegó a atribuir un idilio con Lupe Sino, la amante de Manolete, de nombre real Antonia Bronchalo, natural de Sayatón (Guadalajara), y después con muchas otras, pero ni en aquella noche en Marbella salió un nombre de su boca. Aunque nos reímos a carcajadas recordando algunas peripecias personales que superaban cualquier enredo de los guiones que le había tocado representar. Me viene a la memoria una de aquellas historias que rememoró, que dio comienzo en el aeropuerto de Barajas y, tras un encuentro con una bellísima mujer, acabó no sé si en Sao Paulo cuando él tenía que ir a París o si fue al revés. Pero aquello terminó muy bien.