Tras la caída de Cataluña, en los últimos días de enero de 1939, se iniciaba la desbandada hacia Francia, en un intento desesperado de salvar lo único que podía salvarse tras más de dos años y algo más de y medio, la vida; vidas rotas y quebrantadas de gentes con todo perdido (el caso de Antonio Machado, su anciana madre, su hermano José, y nuestro paisano Tomás Navarro Tomás es paradigmático por cuanto Antonio y su madre mueren en Collioure, a escasos kilómetros de la frontera, en el estrecho margen de tres días; y es que ambos llevaba la muerte en el alma).
Otro que pone tierra de por medio es Manuel Azaña, presidente de la República, acompañado por una parte de sus colaboradores. Allí, atenazado por el miedo y la desesperanza, permanece en Montauban hasta su muerte. Juan Negrín, presidente de Gobierno, permanece en España, en un intento extremo de llevar a cabo lo que había procurado el General Rojo, primero en Teruel, y posteriormente en el Ebro, o sea alargar la guerra en un intento de enlazar con el inevitable conflicto europeo.
Se inicia entonces un corto período de confusión y confrontación entre quienes piensan que está todo el pescado vendido y no hay nada más que hacer, excepto arrancar a Franco una honrosa capitulación, y el pequeño grupo encabezado por el propio Negrín que, con mayor o menor fundamento, piensa que, si no ganar, se puede al menos continuar la lucha con los miles de soldados acantonados en Peñarroya y otros enclaves fieles a la República.
Justo aquí es donde se inicia el interesante estudio que José Deogracias Carrión Íñiguez acaba de publicar bajo el título de La reunión de Los Llanos. Albacete, capital de la II República. Febrero 1939, centrado en el encuentro decisivo que tuvo lugar, el 16 de febrero, en la citada finca, muy próxima a la base aérea de Los Llanos. Un encuentro dramático en que se iba a dilucidar el futuro de la guerra. Por un lado, Juan Negrín; por otro, cinco generales, José Miaja, Manuel Matallana, Leopoldo Menéndez, Antonio Escobar y Carlos Bernal; el Contraalmirante, Jefe de la Flota, Miguel Buiza; dos coroneles, Segismundo Casado y Domingo Morriones, jefes, respectivamente, de los ejércitos del Centro y de Andalucía; y, finalmente, el teniente coronel Antonio Camacho, jefe de la Aviación de la Zona Centro-Sur.
Un político, presidente de Gobierno, frente a nueve militares que, fieles a su juramento, habían luchado con denuedo al lado de la República, y veían cómo, con el ya inminente reconocimiento del gobierno de Franco por parte de Francia e Inglaterra, los antiguos fieles se convertían en traidores a la causa, y los traidores, héroes. Una reunión con visos de trágica, donde ya cada uno trata de salvar sus propios muebles, exponiendo razones ineluctables: tropas sin moral alguna, sin pertrechos ni armas, agotadas y pensando más que nada en volver a casa o exiliarse como mal menor. Resulta clave, a este respecto, las notas escritas de puño y letra del propio Negrín a medida que va oyendo hablar a cada uno de sus interlocutores; notas aportadas por el autor del libro, y que son documentos especialmente valiosos para cerciorarse no sólo de la relevancia de lo allí abordado, sino incluso para demostrar la identidad de los presentes.
Un libro apasionante, fruto de años de investigación, y que pone de manifiesto la complejidad de un conflicto que, incluso ochenta y cuatro años después de concluido, sigue presentando incógnitas y facetas por estudiar. Enfrentamientos como el acaecido en Los Llanos de Albacete, cuyos protagonistas guardaron más o menos las composturas, se prestan a ser llevados al cine o al teatro para que los españoles que empiezan a ver tan lejano el drama de nuestra guerra civil, aprecien con sus propios ojos la naturaleza de estos caracteres enfrentados. Porque el mundo cambia, pero los hombres, con sus pasiones y anhelos, se mantienen inmutables.