Hay que empezar a definir algunos principios en lo tocante a la información, ahora que hay quien quiere 'regenerarla', aunque oficialmente ya no se diga así, tal vez por un resto de vergüenza torera. Y el primer principio, inalienable, intocable, obligatorio, que hay que tener en cuenta es considerar que la información, tras la vida y la integridad física, es el principal valor de la persona: le da independencia y poder para gestionar su propia vida. Un mínimo desarrollo del artículo 20 de nuestra Constitución, que me atrevería a decir que no se está cumpliendo escrupulosamente, ampararía la exigencia de este derecho con unos límites solo marcados por lo que la propia Constitución dice.
Solamente esta consideración bastaría para poder afirmar que, antes de 'regenerar' algo tiene que regenerarse el propio regenerador. Y así, si se habla de una información veraz hay que renunciar a lanzar determinados bulos y 'fake news' a través de unas redes sociales pobladas de troles (y de trolas), no pocos de ellos y ellas oficiosos y lanzados desde instancias cuestionables. Si se habla de una información completa hay que abrir los canales oficiales a una transparencia que, hoy por hoy, simplemente no existe. Cuando hablamos de una información para todos hay que aplicar principios de igualdad en el acceso a las fuentes que, hoy por hoy, simplemente, no existe, ni en el Gobierno ni en el partido que lo sustenta. Y cuando se exige información sobre la propiedad de los medios -lo que me parece muy bien, dicho sea de paso--, hay que estar seguro de que puedes garantizar la máxima luminosidad acerca de lo que hacen los 'canales ocultos' del Estado, y aquí podría incluir la llamada publicidad institucional, que casi siempre es propaganda gubernamental irregularmente distribuida, y conste que no hablo (solo) de este Ejecutivo.
Y no, claro que no estoy de acuerdo con ninguna regulación suplementaria respecto a los medios de comunicación, por muchos excesos que algunos de ellos cometan -que los cometen--. Ni creo que convenga mezclar este capítulo, el de la libertad de expresión, con otros, como la llamada 'ley mordaza' o con el respeto a la libertad religiosa y a la máxima institución, la Monarquía. Aquí, cuando hablamos de 'regenerar' a los medios hablamos de algunos claros excesos de libertinaje, que existen; pero también deberíamos hablar del necesario respeto al papel que los medios cumplen en la sociedad: no se puede, simplemente no se puede, hacer anuncios trascendentales para la marcha del país acudiendo al 'mensaje institucional' y evitando la presencia, y no digamos ya las preguntas, de los periodistas. Ni se puede considerar mal intencionados -en realidad, los calificativos son peores- a periodistas que cumplen con su obligación de revelar lo que saben sobre cuestiones relevantes, como las actividades de negocios de la mujer del presidente.
A mí, esta pretensión de regular lo que los medios pueden y no pueden decir -fíjese que no quiero hablar específicamente de 'censura', porque seguramente esto no ha llegado a tanto- me parece, en primer lugar, inútil. La fuerza de la información y la vocación de quienes quieren difundirla es demasiado grande. No hay sino que ver los peligros y represalias sin cuento que arrostran mis compañeros en países en los que informar a la ciudadanía puede llegar a ser una sentencia penal, cuando no de muerte a cargo de 'incontrolados'.¿Por qué aquí habría de asustarnos que nos incluyan o no en una 'fachosfera' imaginada por el propio presidente y su entorno monclovita?
Hubiese agradecido que, antes de imponer 'cordura' en tantos mensajes periodísticos (algunos probablemente la necesitan), la comitiva monclovita la implantase en sus propios mensajes, en tantas ocasiones cuidadosamente estudiados para edulcorarnos una realidad que últimamente casi nunca se nos quiere presentar con sus tintes verdaderos, ante el temor de que no nos gusten.
Si 'la verdad os hará libres', temo que estamos caminando hacia una suerte de mazmorras morales, algo así como un exilio informativo interior. Y lo peor es que a nadie parecen importarle las cosas que 'afectan a los periodistas', sin caer en la cuenta de que la información, la comunicación, es la base de una sociedad civil libre y con criterio propio acerca de cómo regular nuestras vidas. Este martes 'regulatorio' ha sido, me temo, otro mal día para la democracia, al menos tal y como yo la entiendo.