Uña de vaca

Bienvenido Maquedano
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¿Era eso y tripas cocidas todo a lo que podía aspirar un hambriento sin recursos en la ciudad de Toledo en pleno siglo XVI? Eso parece

El Lazarillo es un escrito breve. Un libro para leer en un ratito y echarse unas risas después de haber almorzado bien. En él se cuentan las andanzas de un joven que vive obsesionado por encontrar algo que llevarse a la boca. En mi libro de literatura del instituto pone que es la obra paradigmática de la literatura picaresca, pero ahora que he vuelto a releerlo con el estómago vacío a mí lo que me ha provocado es hambre. Todas las desventuras de Lázaro desde que sale de su terruño junto al río Tormes, y su paso por Alcalá de Henares, Escalona, Maqueda y Toledo, encuentran un hilo común en la necesidad imperiosa que tiene el protagonista de llenar la barriga con algo. Me atrevería a decir que José Escobar se inspiró en este pícaro famélico para crear al personaje de Carpanta, aquel vagabundo de los tebeos que soñaba con hincarle el diente a un buen pollo asado y que raras veces lo conseguía.

A lo largo de media docena de capítulos, Lázaro va saltando de amo malo en amo peor y aprendiendo lo dura que es la vida a base de dolorosos escarmientos. En su viaje a la ciudad de Toledo se disputa un racimo de uvas, unos sorbos de vino y una longaniza negra asada (una morcilla, vamos) con el ciego revirado y escamoso al que guía; pero su punto de mayor desasosiego lo alcanza cuando llega a la ciudad de Toledo y entra al servicio de un escudero venido a menos que se nutre en exclusiva con el agua del río Tajo escanciada desde un jarro desbocado. Ante este panorama, después de roznar coscurros de pan y desayunarse unas berzas, presa de la desesperación, Lázaro se echa a la calle, mendiga de puerta en puerta y logra llenarse la camisola con pedazos caritativos de hogaza. Por fortuna, al pasar por la tripería, una mujer se compadece de él y le regala «un pedazo de uña de vaca con otras pocas de tripas cocidas» Con ese botín, feliz como el gato que acaba de rescatar una cabeza de pescado de una bolsa de basura, vuelve a la casa del hidalgo venido a menos y ambos se dan un festín.

¿Uña de vaca y tripas cocidas? ¿Era eso todo a lo que podía aspirar un hambriento sin recursos en la ciudad de Toledo en pleno siglo XVI? Eso parece; y el escudero además afirma que es el mejor de los bocados, ni siquiera superado por el faisán. Lo que hace la necesidad, pensará usted. Bueno, supongo que la cosa cambia un poco si actualizamos los nombres de los manjares y a la uña de vaca le llamamos manitas de ternera y a las tripas cocidas callos. Los gustos han cambiado en los últimos tiempos, pero al menos un par de generaciones siguen recordando las casquerías bien surtidas de despojos que abundaban por doquier: sesos de cordero, bazo, careta de cerdo, criadillas, hígados, asadurillas, entresijos, sangre, bofes, orejas, morros, rabos y, por supuesto, las manitas y los callos. Con todos estos productos baratos y el ingenio de las amas de casa se solucionaban gran parte de las cenas de los hogares toledanos. Ahora somos más de carnes procesadas en las que se pican, mezclan y disuelven todas esas cosas ignotas que rellenan las etiquetas de los alimentos con letrujas no aptas para ojos mayores de cuarenta años.

Sigue existiendo la calle de la Tripería en las proximidades de San Justo, pero no hay rastro en ella de la actividad que hizo feliz a Lázaro y a su amo durante un día. Para colmo, el restaurante que abre sus puertas en ese lugar es vegetariano. No obstante, como si fuera la aldea de Astérix, aún queda una casquería irreductible en el casco histórico, afianzada en el mercado de la Plaza Mayor (vulgo Rojas). Es cierto que sus dimensiones no son impresionantes, pero cada uno de sus metros cuadrados está aprovechado con inteligencia alemana. La encargada del puesto, una señora de pelo corto y teñido de un llamativo color rubio (digna heredera de la dadivosa mujer que le regaló las tripas a Lázaro), se viste con un abrigo guateado blanco impoluto que combina acertadamente con unos guantes azules de látex (iguales a los que utilizan los médicos de urgencias), y exhibe con orgullo un escaparate refrigerado en el que se alinean las asépticas bandejas de plástico, sin el más mínimo rastro de suciedad, ni una gota de sangre fuera de su sitio, ni ninguno de esos líquidos y jugos que todos asociamos a las vísceras. El efecto de las manitas de cerdo en formación, de los bloques macizos de sangre listos para ser encebollados, de esas toallas níveas que son los estómagos de las reses, es digno de la mejor joyería de la Place Vendôme parisina. Y los testuces de cordero partidos en perfecta simetría, los sesos viscosos y las lenguas gruesas y sensuales como holoturias de secano, los morros gomosos y depilados de ternera, provocan una hipnosis a medio camino entre un documental de las tardes de la 2 y el último estreno cinematográfico de «Saw».

También se pueden encontrar lugares en Toledo (pocos) donde disfrutar de unos callos con su punto de picante, el justo para apagarlo con una cerveza, y unas manitas cartilaginosas que se evaporen nada más entrar en contacto con la lengua, con una salsa amarillenta bien ligada que pida mojar pan, algún grano de pimienta descarriado que estalle entre los dientes y reclame más cerveza, y una hoja de laurel que chupetear cuando nadie nos esté mirando. Para los más exquisitos, los paladares sensibles que no soporten en la garganta el tacto afelpado de los callos, o sencillamente los nacidos a partir de los años ochenta, siempre quedará el recurso de la alta cocina con sus artistas capaces de engañar al cerebro con alguna deconstrucción compleja, y lograr que una uña de vaca y unas tripas cocidas sepan mucho mejor que el más exquisito de los faisanes.