La muerte de Javier Marías cierra irremediablemente un capítulo más de la historia de nuestra literatura. La COVID se ha llevado por delante a un autor prolífico que fue eterno candidato al Premio Nobel, que merecía más que sobradamente, y que tuvo la determinación necesaria a la hora de rechazar determinados premios. Marías fue un escritor nato y neto, de esos que encuentran el ecosistema de sus creaciones en la realidad y que se hacen uno con la máquina de escribir en un despacho abarrotado de libros y tomado por el humo de un cigarro inspirador. Francisco Rico describió así su novela: «De eso que de veras se busca en la novela, en las novelas de Javier Marías hay para dar y tomar, También de óptima literatura, y aun, por otro lado, de nimiedades y fisgoneos literarios, si bien traducidos a pura sustancia narrativa. Son los suyos relatos llenos de interés, de sucesos y situaciones que llaman y mantienen la atención del lector, tirando de ella, y en los que coexisten momentos de emoción dramática y viñetas desternillantes. Javier Marías es un gran mirón, con el don del retrato y una increíble capacidad de captación fotográfica, fonográfica y cinematográfica». Siempre se ha notado muy clara en él la influencia de la sangre, porque ser hijo del gran Julián Marías tiene que imprimir carácter. También en su forma de escribir. No en vano, él nació en los tiempos en que su padre tuvo que dar clase fuera de España, por lo que desde prácticamente su nacimiento ha tenido contacto con el extranjero. Un contacto que ha aflorado en una vida dedicada en buena parte a la traducción. Además, por los testimonios que leo en Internet de personas que lo conocieron, creo que debió de ser un hombre bastante educado con sus lectores, a cuyos emails respondía con una carta escrita a máquina y escaneada después por su secretaria para hacérsela llegar a su destinatario. De esta generosidad con los lectores ha dado cuenta en su cuenta de Twitter el columnista Juan Soto Ivars.
Se me ha ocurrido hacer un ejercicio poco común: buscar y leer su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en la que ocupaba el sillón 'R', donde la palabra 'inmortalidad' tiene un mensaje claro que ofrecer. Francisco Rico, que fue quien contestó a su discurso de ingreso y cuyas palabras he escrito líneas atrás, recordó al entonces «joven Marías» su itinerario por la inmortalidad. Escribió primero que la novela no da esa inmortalidad, para tiempo después cambiar de tercio: «Tal vez nuestra sola manera de pasar a la posteridad... sea a través de una novela». Y de todo esto me nace una reflexión: ¿hasta dónde llega la muerte de un escritor? O, preguntado desde otro punto de vista, ¿a partir de dónde comienza el olvido al trabajo de los intelectuales, de los académicos, de los eruditos? Si les digo la verdad, me surge cierto miedo. No es un miedo racional, porque no puedo explicarlo mediante una variable que sepa a ciencia cierta que se va a cumplir irremediablemente. Es, quizá, un miedo fieramente humano, que no se escribe en oración simple, sino en compuesta. Hablo del contraste -o la confrontación, si lo prefieren- de abandonar la existencia terrenal con el que la existencia terrenal te abandone. Cuidado, porque no es lo mismo. Abandonar la existencia terrenal, el hecho mismo de la muerte, es inevitable. Como cada cual se la quiera gestionar es cosa suya. Ahora bien, el que la existencia terrenal te abandone es algo evitable y que me preocupa. No en mi caso, sino en el de cuantos autores, escritores, intelectuales, eruditos, académicos y pensadores se han dejado sus vidas en las páginas que han escrito para hacer de nuestro mundo un poco mejor. Me preocupa quién recordará de aquí a cien años a Cela, a Fernán Gómez, a Ortega, a Marías (padre e hijos, porque también incluyo al gran Fernando Marías), que «nadie vale más que Valle (Inclán)», que Armando Mondéjar López es un niño pelirrojo y preguntón, que las bicicletas son para el verano, o que, como escribió Pío Baroja, «la muerte es alguien que se retira de sí mismo y vuelve a nosotros. No hay más muertos que los llevados por los vivos».
¿Van a conseguir los que hoy y en el futuro deliberan sobre la educación de nuestros jóvenes que todas estas figuras, y otras tantas más, no pasen al olvido o no queden sesgadas? O, reformulando la pregunta, ¿van a tener la osadía de romper, de sesgar o de menospreciar a personajes y obras que ni tan siquiera entre todos podrían cargar con ambas manos? Yo pensaba que no, pero cada día tengo más claro que sí. Al paso que vamos, don Quijote será un pensionista desvalido con una enfermedad mental impronunciable que sale en el envoltorio del membrillo, Fernán Gómez no será más que un escritor gruñón, Muñoz Seca un maleducado que escribía ripios y Alfonso Paso ni siquiera será, porque no se enseñará a los chavales la riqueza de los artículos del que probablemente fue el escritor más prolífico de la España de su época.
Mientras espero lo inevitable, procuraré luchar contra ello con una armadura hecha de libros. En el corazón, las páginas del Quijote; en los brazos y las piernas, las del Cid; en la cabeza, como yelmo, las de Ortega y las de Marías; y en la cara, protegiéndome la boca, las de la inteligencia y la jocosidad de Max Estrella, aunque su apodo fuese 'mala estrella'.
Ha muerto Javier Marías, Rey de Redonda. Una oración por el alma de S.L.G. (Su Literaria Genialidad). Y un esfuerzo para que ni él ni tantos otros caigan en el olvido. Así sea.