La leyenda de Vlad III de Valaquia, conocido como Vlad el Empalador o Vlad Drácula, una fábula que se remonta al siglo XV, es una de las historias más versionadas por la literatura y el cine contemporáneo, pero tuvieron que pasar casi cuatro siglos para que Bram Stoker novelase uno de los relatos más atractivos y sorprendentes del género de terror.
El escritor irlandés publicó en 1897 Drácula y resucitó así a uno de los vampiros más eternos y famosos de Centroeuropa, el temido conde de Transilvania, en un relato epistolar en el que también narraba otras supersticiones y tradiciones de esta remota región.
Poco más tarde y tras interpretarse en el teatro, el famoso príncipe de la oscuridad llega al cine un 14 de febrero de 1931 de la mano de Tod Browning y bajo la interpretación del maestro Bela Lugosi, que ya había representado al personaje en el escenario con gran reconocimiento de público y crítica.
La historia de Drácula transporta al público a los Cárpatos, donde reside un misterioso y tétrico conde que tiene atemorizados a los habitantes de la comarca con sus extraños hábitos nocturnos.
El éxito del filme, que cumple 90 años desde su estreno, se sustenta en dos pilares esenciales de aquella época: el cine sonoro frente al mudo y el interés del público por los temas esotéricos y el mundo vampírico.
Otro de los aciertos de Browning fue el hecho de versionar la obra de teatro de John Balderston y Hailton Deane y no recurrir al texto original del escritor irlandés, lo que aportó una trama mucho más sólida y atractiva a los ojos de los espectadores que las misivas del libro, aunque pecó de exceso de fidelidad sobre la pieza escénica.
Además, Browning logra sortear ciertos encorsetamientos del guión gracias a la fotografía y a la labor de su director de cámara, Karl Freund, un excelente profesional que había trabajado ampliamente en el cine mudo con títulos como Metrópolis, El último, La momia y Las manos de Orlac.
Gracias a Freund, el realizador consigue delicados movimientos de cámara que logran desentrañar a los personajes, pero que también ofrecen infinidad de detalles sobre lo que sucede fuera del campo principal. De esta forma, el espectador adquiere un conocimiento claro de los diálogos y movimientos de los protagonistas, al tiempo que contempla todo lo que acontece alrededor. Estas sencillas operaciones logran efectos impresionantes que servirán para aportar una mayor información al público mientras permite seguir con mucha mayor intensidad la trama narrativa.
La puesta en escena de la película es otro de sus puntos fuertes. En este extremo, el cineasta optó por una combinación gótica con elementos del expresionismo alemán, lo que le permite superar el ambiente teatral y crear una dramaturgia siniestra pero vivaz.
Con todo ello, el filme alcanzó una de las mayores cotas de popularidad y se convirtirá en un referente del cine de terror y del subgénero vampírico.
Las tramas olvidadas
Antes del Drácula de Tom Browning de 1931 ya existió una saga vampírica previa, aunque esta se encuentre prácticamente olvidada o desaparecida.
Según los expertos, la novela de Bram Stoker de finales del siglo XIX sirvió como argumento para dos producciones europeas y hay sospechas de una tercera grabación; además, Universal Pictures realizó en 1915 una tentativa de rodaje que nunca vio la luz.
Las dos sobre las que se tiene conocimiento son Drakula (Karoly Lajthay, Hungría, 1921) y Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, Alemania, 1922). La primera es una película perdida sobre la que hay pocos datos, salvo su casi total infidelidad respecto a la trama de la novela, según el historiador y crítico estadounidense David J. Skal. La segunda es una obra maestra olvidada del realizador F.W. Murnau.
La tercera y presunta versión existente sobre el conde de Transilvania sería una cinta de nacionalidad soviética rodada supuestamente en 1920, aunque no hay evidencias de ello, tan solo una nota del escritor, director de cine y guionista estadounidense Donald F. Glut en su obra The Dracula Book.