La posada de la sangre

Adolfo de Mingo / TOLEDO
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Este icónico establecimiento, especialmente popular entre los cervantistas de comienzos del siglo XX, fue calificado por Joseph Baretti en 1761 como «difícilmente adecuado para el más innoble de los mortales»

La llegada de nuestros tiempos traerá consigo una diferenciación más clara entre los establecimientos para comer y los espacios para reposar. Mesones y hosterías se irán distinguiendo progresivamente de paradores, posadas y fondas hasta llegar a los «restaurantes» y «hoteles» de la nomenclatura actual. A finales del siglo XVIII, cuando el cardenal Lorenzana construyó la Fonda de la Caridad -un enorme edificio con 47 camas situado frente a la lonja del Hospital de Santa Cruz-, las fórmulas medievales estaban en trance de desaparecer. Viajeros como los británicos Joseph Townsend (1786-1787) y George Whittington (1803) disfrutaron allí de unas condiciones que no era común encontrar en las posadas y mesones del resto de la ciudad. Ni mucho menos en las ventas camineras, a las que bastantes viajeros acudían ya en busca de ecos cervantinos, típicamente prerromanticistas.    

Por proximidad, la Posada de la Sangre -que hasta bien entrado el siglo XX se consideró que había sido el Mesón del Sevillano, donde Cervantes escribió La ilustre fregona- contrastaba con su gran vecino. Joseph Baretti salió horrorizado de ella en 1761, compartiendo la opinión que Pedro Rodríguez de Campomanes tenía de los posaderos de su tiempo, «miserables personas de las heces del pueblo, criadas en basura y porquería, no hechas al aseo del trato civil, ignorantes del buen gusto en el adorno de casa y servicio de cocina».

Pese a ser un edificio muy frecuentado durante el primer tercio del siglo XX -desde las visitas de la Orden de Toledo hasta los rodajes cinematográficos que en su patio se realizaron-, no abundan las referencias sobre lo que en ella se daba de comer a los viajeros. El pintor José Zahonero destacó el «almuerzo indígena» que degustó en 1888 «entre arrieros, que me recordaban, por sus figuras, a Sancho y a los villanos de El Quijote y de La ilustre fregona». Conservamos varios testimonios del vino negro y espeso que este establecimiento -que EmilioCarrere bautizó como «excelsa abuela» de las posadas de Madrid, «y este blasón no pueden ostentarlo las doncellitas emperifolladas y galiparlantes de los hoteles modernos»- ofrecía a sus huéspedes.

Son muchas las fotografías del patio en las que puede apreciarse la evolución del turista -desde los tílburis del siglo XIX hasta los vehículos a motor de los años veinte, aparcados por Sotero Redondo-, pero no tanto las imágenes de su cocina, como la que apareció publicada en la revista Estampa en 1930. En ella se cocinó la «sopa en que sobrenadaban en nieve de arroz los menudillos» que cenaron Ramón Gómez de la Serna y su mujer, la escritora Luisa Sofovich, durante una Nochebuena próxima a la Guerra Civil. En esta velada, por cierto, estuvieron acompañados por un desconocido personaje que parecía salido de los modelos del Entierro del conde de Orgaz.